"Hacer Mundos: prácticas de mediación en la sociedad en red", es el título de las mesas de debate organizadas por Medialab-Prado de Madrid, que comenzaron este mes y donde intervendremos en la cuarta sesión sobre el tema "(Auto)gestión del caos".
Una aclaración previa. Nuestra actividad de cine se basa en una producción conjunta entre equipo de realización y gente desvinculada completamente del ámbito artístico y cultural y cuya relación con lo audiovisual, está reducida al “ámbito del espectador pasivo”.
Decimos esto porque cuando hablamos de producción colectiva, no nos referimos a los diferentes grupos y colectivos de creadores y creadoras que producen obra bajo procedimientos horizontales y colaborativos, sino a una producción surgida con población ajena a experiencias de producción artísticas.
Una película de Cine sin Autor no puede existir si no surge de una acción productiva conjunta entre gente perteneciente a los ámbitos de producción cultural y gente que nada tiene que ver con ello.
Dicho esto, también hemos de reconocer que en nuestra experiencia, nunca hemos barajado ni el concepto ni la función de mediación como herramienta.
Es por ello que al internarnos en el debate de estas jornadas, la reflexión nos ha llevado incluso a pensar que la Mediación cultural, como tal, parece surgir de un fallo estructural y social de fondo en el planteo de la producción cultural. En muchas ocasiones, parece una actividad que surge del desencuentro entre los dispositivos de producción de lo cultural y la gente a la que luego convocan, desde ellos, como a posibles clientes, espectadores, consumidores o, en el mejor de los casos, usuarios.
Con esto no queremos decir que las personas que trabajan día a día en esa labor bastante fundamental de relación entre un ámbito institucional y la población ajena a ella, sea un oficio fallido, no tenga méritos reconocibles o carezca de interés para nosotros. Todo lo contrario.
Pero vemos un problema de raíz: si una institución o grupo de actividad necesita una función mediadora que busque incluir a las personas ajenas en su actividad, es justamente, porque antes no ha habido una política inclusiva en la propia concepción del dispositivo de producción. Y ésta exclusión tanto en el diseño mismo del dispositivo como en la obra que produce, es el asunto central que nos ocupa cuando en el Cine sin Autor hablamos de trabajar bajo el marco de una Política de la Colectividad.
En nuestro trabajo de producción cinematográfica, decíamos, nunca nos hemos planteado ni necesitado esta figura mediadora. Nuestra forma de intervención con personas y colectivos, parte de un acuerdo por comenzar la producción conjunta de documentos y películas. Podríamos decir que no necesitamos ningún mediador para iniciar un proceso de Cine sin Autor, o, en todo caso, que la única y mediadora herramienta, es la propia producción de cine, ofrecida al principio y ejecutada en común en el resto del proceso. El acontecimiento que detona todo este proceso, es la creación de un “entorno social de producción común”, entre el equipo de realización y unas personas cualquiera. Si no existen estas personas “ajenas” desde un primer momento, no hay producción posible. La aparición misma de un proceso cinematográfico está determinado por una intención que hacemos colectiva desde un primer momento: nos unimos para hacer una o varias películas, juntos. Este acontecimiento social, este encuentro, supone, en nuestro planteamiento, una crisis social de roles y estereotipos pensada desde esa Política de la Colectividad esencialmente inclusiva. Y el primer paso, en nuestras prácticas, consiste en romper el imaginario hegemónico heredado que en el cine parece casi inapelable y que se ha impuesto desde sus antiguas “políticas de producción”. Dichas políticas, a lo largo de la historia del cine y en términos de lo hegemónico han sido básicamente dos, “la política de estudios” (surgida en las fábricas de Hollywood) y “la política de los autores” (surgida en Francia de ciertos emergentes directores hacia mitad del siglo pasado). Estas han estado y están basadas en la relación jerárquica y la diferenciación social entre productores y espectadores, en un tipo de relación social de minorías o individuos que exhiben sus obras en el común. Relación altamente (tiránicamente en muchos casos ) jerarquizada: una estructura de producción o un director y diferentes profesionales de la actividad que responden a escalafones de saber técnico y propiedad sobre las diferentes funciones y fases de la producción diferenciados de los potenciales perceptores de sus obras.
En nuestro caso, basados en una Política de la Colectividad, ponemos en juego otro modelo de producción y por tanto, otro modelo de relación social entre los guetos creadores y gestores de lo cultural y el resto de la población.
De esta manera, es la propia producción la que en un momento determinado aparece en mitad de lo social, de unas vidas, la que se ofrece para ser participada horizontalmente. No hay obra previa sino solo métodos orientados a crearla. Métodos pensados para la inclusión activa y propietaria de la producción que habrá de devenir, del común. Operativas de Sinautoría, le llamamos.
Quizá la figura del Mediador es en nuestro caso la figura del Autor que hacemos desaparecer (sin Autor) en el propio proceso de producción. El Autor, es esa persona o equipo que irrumpe en determinado entorno social, con la proposición de hacer una o diferentes obras audiovisuales, pero que se suicida voluntariamente como figura o función de propiedad, de poder, de autoridad, de legitimación. Aquella figura y función a la que el hábito cultural nos ha acostumbrado desde sus otras políticas.
No desaparece la Autoría sino ese tipo de Autoría privatizada y concentrada en unas personas específicas: los realizadores, los que saben, los que manejan la tecnología, los que consiguieron el dinero, los que la llevarán a festivales, etc. Desaparece la autoría, la legitimación del saber y su función detonada por el mercado, el dinero o los intereses del elitismo intelectual. artístico. Aparecen los saberes compartidos desde un entorno común de producción sin jerarquías.
Por eso solemos decir que la dinámica que desplegamos como Autores, es la de un “Kamikaze Cultural”: aquel que por razones políticas, decide quitarse la vida (cultural, metodológica y propietariamiente hablando) en medio del gentío. Se suicida, renuncia, abandona, se destierra, crea un vacío, un caos, en mitad de lo social y se especializa, también por responsabilidad política, en la gestión de ese caos, fabricando unos métodos de gestión, unos procedimientos de producción, unas operativas de creación para que de ese caos, emerja un funcionamiento colectivo y una obra colectiva de nueva Autoría común.
Este acto político es al que llamamos Suicidio Autoral.
Las diferentes representaciones culturales, cinematográficas en nuestro caso, las entendemos como un asunto de responsabilidad social compartida y no como una práctica elitista de guetos creadores y profesionales.
De esta manera, la figura del Mediador, en todo caso, no sería para nosotros un asunto de personas que relacionen dispositivos (grupales o institucionales) con población común ajena a ellos, buscando hacerlos partícipes.
No nos parece que lo más interesante sea, dados los tiempos que corren, seguir organizando, como élite cultural, intelectual y artística, nuestras fiestas y comidas culturales abiertas al público. No decimos que estén mal ya que incluso nos la pasamos alegremente. Lo que nos parece evidente es que son democráticamente insuficientes. Preferimos hacer de la cultura un acto carnavalesco sin separación social, donde la propia población protagonice en mitad de la plaza pública su propia representación y que lo cultural profesional se convierta en un servicio que oriente y garantice la gestión de la producción de representación común, la de todos y todas las personas que la viven.
Pero toda esta mecánica no puede surgir de la nada. Es necesaria una revisión crítica y una ruptura frontal con respecto a cómo concebimos las labores vinculadas a la creación cultural y la de sus artistas.
Que las operativas de gestión y creación cultural relativicen sus vicios exhibicionistas y adopten, agreguen, una ética y actitud de servicio y de responsabilidad social sobre la producción cultural, nos parece lo mínimo. Una ética de servicio significa que creativos y gestores, aparte de su labor volcada a la expresión personal, siempre válida y necesaria, entiendan de una vez que el Arte y la producción cultural se enmarca en una dinámica social que no se puede obviar. Que no hay arte que no sea política por explicitación u omisión, pero que siempre política. Elegir entre políticas mercantiles, políticas individualistas o políticas de lo común, (de la colectividad, como decimos nosotros), es una responsabilidad de la que nadie puede escapar.
Si queremos hacer de la producción cultural un asunto profundamente social debemos ser capaces de cambiar de políticas de producción. El asunto central no es un tema de mediación sino de repensar como se crea socialmente lo cultural y lo artístico. Esto pasa, indefectiblemente, por poner en la mesa de lo común de la participación, la propia producción de la cultura, sus dispositivos de creación y sus presupuestos.
Sabemos que pensar esto para instituciones ya desarrolladas, puede sonar a utopías inviables dada la complejidad de sus funcionamientos. Pero lo que tampoco parece viable ante la emergencia democrática de los últimos tiempos, es escapar del bucle del elitismo cultural que diferencia socialmente a profesionales de la cultura y receptores y perceptores de sus obras, acciones o performances.
En el caso de instituciones con mayores infraestructuras, es lógico que no puedan plantearse un cambio de sentido abrupto, pero es posible que se puedan ir liberando zonas específicas en su actuar, realizando experiencias concretas enmarcadas en un cambio de modelo de producción, poniendo en marcha dispositivos de creación social que respondan a políticas pensadas desde lo común, políticas de la colectividad.
Puede ser que esto lo podamos decir desde un colectivo que no tenemos que responder más que a nosotros mismos y las personas con las que creamos nuestras películas. Pero la gran emergencia social que hemos y estamos viviendo ha puesto bajo sospecha la propia credibilidad de las instituciones políticas, dentro de las que se incluye la institucionalidad cultural, por su baja calidad democrática, medida en participación responsable y activa. Si un sentir y unas prácticas democráticas como las que se materializaron en el 15-M español (extendidas antes y después en otros puntos del globo) pueden estar constituyendo el surgimiento de un sujeto político diferente, habrá que ir pensando una política cultural que esté a la altura de sus demandas.
Para nosotros no hay debate, hemos apostado por una Política de la Colectividad que nos ha embarcado en un viaje tan incierto como fascinante. Seguiremos transmitiendo en directo desde el propio terreno y en la frecuencia del imaginario productor que estamos diseñando.
Una aclaración previa. Nuestra actividad de cine se basa en una producción conjunta entre equipo de realización y gente desvinculada completamente del ámbito artístico y cultural y cuya relación con lo audiovisual, está reducida al “ámbito del espectador pasivo”.
Decimos esto porque cuando hablamos de producción colectiva, no nos referimos a los diferentes grupos y colectivos de creadores y creadoras que producen obra bajo procedimientos horizontales y colaborativos, sino a una producción surgida con población ajena a experiencias de producción artísticas.
Una película de Cine sin Autor no puede existir si no surge de una acción productiva conjunta entre gente perteneciente a los ámbitos de producción cultural y gente que nada tiene que ver con ello.
Dicho esto, también hemos de reconocer que en nuestra experiencia, nunca hemos barajado ni el concepto ni la función de mediación como herramienta.
Es por ello que al internarnos en el debate de estas jornadas, la reflexión nos ha llevado incluso a pensar que la Mediación cultural, como tal, parece surgir de un fallo estructural y social de fondo en el planteo de la producción cultural. En muchas ocasiones, parece una actividad que surge del desencuentro entre los dispositivos de producción de lo cultural y la gente a la que luego convocan, desde ellos, como a posibles clientes, espectadores, consumidores o, en el mejor de los casos, usuarios.
Con esto no queremos decir que las personas que trabajan día a día en esa labor bastante fundamental de relación entre un ámbito institucional y la población ajena a ella, sea un oficio fallido, no tenga méritos reconocibles o carezca de interés para nosotros. Todo lo contrario.
Pero vemos un problema de raíz: si una institución o grupo de actividad necesita una función mediadora que busque incluir a las personas ajenas en su actividad, es justamente, porque antes no ha habido una política inclusiva en la propia concepción del dispositivo de producción. Y ésta exclusión tanto en el diseño mismo del dispositivo como en la obra que produce, es el asunto central que nos ocupa cuando en el Cine sin Autor hablamos de trabajar bajo el marco de una Política de la Colectividad.
En nuestro trabajo de producción cinematográfica, decíamos, nunca nos hemos planteado ni necesitado esta figura mediadora. Nuestra forma de intervención con personas y colectivos, parte de un acuerdo por comenzar la producción conjunta de documentos y películas. Podríamos decir que no necesitamos ningún mediador para iniciar un proceso de Cine sin Autor, o, en todo caso, que la única y mediadora herramienta, es la propia producción de cine, ofrecida al principio y ejecutada en común en el resto del proceso. El acontecimiento que detona todo este proceso, es la creación de un “entorno social de producción común”, entre el equipo de realización y unas personas cualquiera. Si no existen estas personas “ajenas” desde un primer momento, no hay producción posible. La aparición misma de un proceso cinematográfico está determinado por una intención que hacemos colectiva desde un primer momento: nos unimos para hacer una o varias películas, juntos. Este acontecimiento social, este encuentro, supone, en nuestro planteamiento, una crisis social de roles y estereotipos pensada desde esa Política de la Colectividad esencialmente inclusiva. Y el primer paso, en nuestras prácticas, consiste en romper el imaginario hegemónico heredado que en el cine parece casi inapelable y que se ha impuesto desde sus antiguas “políticas de producción”. Dichas políticas, a lo largo de la historia del cine y en términos de lo hegemónico han sido básicamente dos, “la política de estudios” (surgida en las fábricas de Hollywood) y “la política de los autores” (surgida en Francia de ciertos emergentes directores hacia mitad del siglo pasado). Estas han estado y están basadas en la relación jerárquica y la diferenciación social entre productores y espectadores, en un tipo de relación social de minorías o individuos que exhiben sus obras en el común. Relación altamente (tiránicamente en muchos casos ) jerarquizada: una estructura de producción o un director y diferentes profesionales de la actividad que responden a escalafones de saber técnico y propiedad sobre las diferentes funciones y fases de la producción diferenciados de los potenciales perceptores de sus obras.
En nuestro caso, basados en una Política de la Colectividad, ponemos en juego otro modelo de producción y por tanto, otro modelo de relación social entre los guetos creadores y gestores de lo cultural y el resto de la población.
De esta manera, es la propia producción la que en un momento determinado aparece en mitad de lo social, de unas vidas, la que se ofrece para ser participada horizontalmente. No hay obra previa sino solo métodos orientados a crearla. Métodos pensados para la inclusión activa y propietaria de la producción que habrá de devenir, del común. Operativas de Sinautoría, le llamamos.
Quizá la figura del Mediador es en nuestro caso la figura del Autor que hacemos desaparecer (sin Autor) en el propio proceso de producción. El Autor, es esa persona o equipo que irrumpe en determinado entorno social, con la proposición de hacer una o diferentes obras audiovisuales, pero que se suicida voluntariamente como figura o función de propiedad, de poder, de autoridad, de legitimación. Aquella figura y función a la que el hábito cultural nos ha acostumbrado desde sus otras políticas.
No desaparece la Autoría sino ese tipo de Autoría privatizada y concentrada en unas personas específicas: los realizadores, los que saben, los que manejan la tecnología, los que consiguieron el dinero, los que la llevarán a festivales, etc. Desaparece la autoría, la legitimación del saber y su función detonada por el mercado, el dinero o los intereses del elitismo intelectual. artístico. Aparecen los saberes compartidos desde un entorno común de producción sin jerarquías.
Por eso solemos decir que la dinámica que desplegamos como Autores, es la de un “Kamikaze Cultural”: aquel que por razones políticas, decide quitarse la vida (cultural, metodológica y propietariamiente hablando) en medio del gentío. Se suicida, renuncia, abandona, se destierra, crea un vacío, un caos, en mitad de lo social y se especializa, también por responsabilidad política, en la gestión de ese caos, fabricando unos métodos de gestión, unos procedimientos de producción, unas operativas de creación para que de ese caos, emerja un funcionamiento colectivo y una obra colectiva de nueva Autoría común.
Este acto político es al que llamamos Suicidio Autoral.
Las diferentes representaciones culturales, cinematográficas en nuestro caso, las entendemos como un asunto de responsabilidad social compartida y no como una práctica elitista de guetos creadores y profesionales.
De esta manera, la figura del Mediador, en todo caso, no sería para nosotros un asunto de personas que relacionen dispositivos (grupales o institucionales) con población común ajena a ellos, buscando hacerlos partícipes.
No nos parece que lo más interesante sea, dados los tiempos que corren, seguir organizando, como élite cultural, intelectual y artística, nuestras fiestas y comidas culturales abiertas al público. No decimos que estén mal ya que incluso nos la pasamos alegremente. Lo que nos parece evidente es que son democráticamente insuficientes. Preferimos hacer de la cultura un acto carnavalesco sin separación social, donde la propia población protagonice en mitad de la plaza pública su propia representación y que lo cultural profesional se convierta en un servicio que oriente y garantice la gestión de la producción de representación común, la de todos y todas las personas que la viven.
Pero toda esta mecánica no puede surgir de la nada. Es necesaria una revisión crítica y una ruptura frontal con respecto a cómo concebimos las labores vinculadas a la creación cultural y la de sus artistas.
Que las operativas de gestión y creación cultural relativicen sus vicios exhibicionistas y adopten, agreguen, una ética y actitud de servicio y de responsabilidad social sobre la producción cultural, nos parece lo mínimo. Una ética de servicio significa que creativos y gestores, aparte de su labor volcada a la expresión personal, siempre válida y necesaria, entiendan de una vez que el Arte y la producción cultural se enmarca en una dinámica social que no se puede obviar. Que no hay arte que no sea política por explicitación u omisión, pero que siempre política. Elegir entre políticas mercantiles, políticas individualistas o políticas de lo común, (de la colectividad, como decimos nosotros), es una responsabilidad de la que nadie puede escapar.
Si queremos hacer de la producción cultural un asunto profundamente social debemos ser capaces de cambiar de políticas de producción. El asunto central no es un tema de mediación sino de repensar como se crea socialmente lo cultural y lo artístico. Esto pasa, indefectiblemente, por poner en la mesa de lo común de la participación, la propia producción de la cultura, sus dispositivos de creación y sus presupuestos.
Sabemos que pensar esto para instituciones ya desarrolladas, puede sonar a utopías inviables dada la complejidad de sus funcionamientos. Pero lo que tampoco parece viable ante la emergencia democrática de los últimos tiempos, es escapar del bucle del elitismo cultural que diferencia socialmente a profesionales de la cultura y receptores y perceptores de sus obras, acciones o performances.
En el caso de instituciones con mayores infraestructuras, es lógico que no puedan plantearse un cambio de sentido abrupto, pero es posible que se puedan ir liberando zonas específicas en su actuar, realizando experiencias concretas enmarcadas en un cambio de modelo de producción, poniendo en marcha dispositivos de creación social que respondan a políticas pensadas desde lo común, políticas de la colectividad.
Puede ser que esto lo podamos decir desde un colectivo que no tenemos que responder más que a nosotros mismos y las personas con las que creamos nuestras películas. Pero la gran emergencia social que hemos y estamos viviendo ha puesto bajo sospecha la propia credibilidad de las instituciones políticas, dentro de las que se incluye la institucionalidad cultural, por su baja calidad democrática, medida en participación responsable y activa. Si un sentir y unas prácticas democráticas como las que se materializaron en el 15-M español (extendidas antes y después en otros puntos del globo) pueden estar constituyendo el surgimiento de un sujeto político diferente, habrá que ir pensando una política cultural que esté a la altura de sus demandas.
Para nosotros no hay debate, hemos apostado por una Política de la Colectividad que nos ha embarcado en un viaje tan incierto como fascinante. Seguiremos transmitiendo en directo desde el propio terreno y en la frecuencia del imaginario productor que estamos diseñando.
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