Leemos el libro de Luis Martín Arias En los orígenes del cine donde el autor se dedica a indagar la manera en que el cinematógrafo siendo un invento óptico terminó convirtiéndose en un espectáculo.
En su análisis repasa el origen del espectáculo ubicándolo en “la dialéctica propia del sistema carnaval/cuaresma ... la sabia alternancia de transgresión festiva y posterior reinstauración ritual de la ley, anteriormente transgredida (...)
En el carnaval de origen medieval el espectador/actor asiste a un espectáculo gratuito, en el que no hay que pagar entrada, aunque se trata de un tiempo de despilfarro, con participación de todo el cuerpo, de todos los sentidos... se trata por tanto de algo más que un espectáculo; es una experiencia, una vivencia sagrada”.
Este “momento inaugural, clave para la cultura occidental - continúa el autor- es el núcleo del que, a lo largo del desarrollo de la modernidad, se irán desgajando otros modos de representación y con ellos, los diversos tipos de espectáculos”.
A este primer modelo de espectáculo, “el carnavalesco”, le seguirán sucesivamente según Arias, el “modelo barroco”, el “modelo moderno-burgués” y el “modelo posmoderno”.
Una de las características que resalta el autor, es que de aquel primer espectáculo carnavalesco “que propiciaba una escena no clausurada, abierta y en continua movilidad, de límites imprecisos, con un escenario que ocupaba toda la ciudad, sus calles y sus plazas, sin que existiera una separación tajante entre actor o intérprete y espectador” se pasó a lo largo de los siguientes modelos a sistemas de escenario cada vez más cerrados y a una separación entre espectadores y actores cada vez más marcada.
En el modelo barroco, “hay un escenario clausurado”, con un centro nuclear en el que se realiza la gesta pero en el que el espectador no lo ve todo porque aún no están claramente establecidas sus posiciones de perfecto voyeur. Pone el ejemplo de las corridas de toros o de las procesiones de semana santa donde lo central del espectáculo puede ocurrir lejos de donde se encuentran muchos de los participantes.
El espectáculo barroco podía darse en la calle, al aire libre (procesiones y desfiles) o en una configuración circular o semicircular (circo y corrida de toros).
En el modelo moderno-burgués, el espectáculo “es segregado en el interior de un local, con una separación tajante entre actor y espectador, instituyéndose así una disposición perspectivista y centrada, un modelo escénico, el teatral, que huye de la excentricidad carnavalesca, al tiempo que, secretamente, se alimenta de sus temas y rituales”.
No deja de ser curiosa la anécdota que cuenta el autor sobre la resistencia que en las corridas de toros ofrecía el público a adoptar su papel de solo espectador, cuando la realidad era que la gente había corrido toros hasta ese momento. Los alguacilillos como representantes de la autoridad, ejercían muchas veces con gran violencia la función de despeje, a caballo y con sable, para que aquel público se convirtiera en simple espectador pasivo.
El cuarto modelo, “el posmoderno”, Arias lo propone para referirse al modelo surgido de la ideología audiovisual de masas que tiene como eje la televisión en su progresiva conexión con la red de internet. Se trata de un espectáculo descorporeizado y a la vez descorporeizador ya que en la realidad de la pantalla, la absoluta presencia de cuerpos con todos sus sentidos puestos en el espectáculo ni existe.
No podemos explayarnos en cada modelo. Nos interesa más bien comentar nuestro interés por el modelo carnavalesco dada la sintonía que nos despierta con el modelo de cine por el que trabajamos.
En esta evolución del espectáculo que describe Arias, comenta que “este triunfo definitivo de la modernidad en Occidente... produjo una nueva escisión entre dos formas de cultura, la “popular o festiva”, que remite a la totalidad de lo social y la “moderno-burguesa o estética”, que apunta a una experiencia más refinada, aislada y personal pero que nace y se nutre de la anterior”.
La evolución hacia el espectáculo moderno parece llevar impresa dos elementos que fueron afirmándose y que hemos analizado en otras ocasiones con respecto al funcionamiento del cine: la diferenciación social que supone unos productores y unos perceptores y la diferenciación en dos tipos de cultura, la popular o festiva, y la “moderno-burguesa o estética”.
Nos hacemos la pregunta entonces sobre un cine que pensándose futuro, parece que debería ser capaz de mirar sus antecedentes en cuánto a espectáculo y recuperar algunas cosas.
El cine, en sus comienzos, va a incorporarse como una atracción popular en el mundo de la fiesta, el circo y las varietés. Será su primer ámbito de afirmación. Pero aunque pudiera ser aceptado masiva y popularmente, su producción nunca estuvo en manos de las masas. El cine nunca fue una experiencia carnavalesca, en el sentido en que su producción como espectáculo fuera hecha por una masa popular entregada en cuerpo y sentidos a la tarea, cuyo escenario fueran las mismas calles y plazas ocupadas por su fiesta, por sus vidas. En todo caso, si seguimos el esquema de Luis Martín Arias, parecería más fácil afirmar que el cine ya nació en su forma, como un espectáculo posmoderno: su pantalla incorpórea, su clara diferenciación social entre espectáculo visual y espectadores, su nula participación de personas de la sociedad en su producción, sus escenarios y personajes selectos y elegidos por sus productores, minorías productoras siempre, etc.
Pero todo esto tiene que ver con los orígenes de lo que nosotros llamamos la Primera Historia del Cine. Luego de leer estos textos de Arias, nos damos cuenta que el Cine tiene la posibilidad de (y debería) rescatar en esta Segunda Historia en la que estamos caminando, ese carácter carnavalesco que ofrecía el primer espectáculo premoderno.
Digámoslo en terminología propia y actual: Plató-realidad y Sistema de Estudio Abierto de Cine. Un cine que elige como escenario un determinado lugar (sus calles, casas, plazas y habitantes) para desarrollarse como filmografía particular, original y propia. Un dispositivo que se fija como ocupación de una localidad para la producción de representación.
La gente de esa localidad inmersa en la acción creadora como productores y protagonistas sin diferenciación social entre profesionales y no profesionales del cine.
La experiencia colectiva de vivir el cine como interrupción, como transgresión de la cotidianidad, como entorno habitable para las propias historias y fantasías, como fiesta, como exabrupto común. La participación de las personas en cuerpo y alma en la construcción colectiva de los films.
Quizá lo que soñamos como cine, no tenga la corta duración que podía tener el carnaval medieval que transgredía durante unos días el estado habitual de las cosas. Quizá nos imaginamos unas instalaciones y unos procedimientos de cine que constituyan en el barrio en el que operamos, aquí en Madrid, un cortocircuito social permanente, una zona liberada para el sueño, para la rebeldía, para experimentar otra emotividad, otros sentires, otras actitudes. Quizá a ese espíritu carnavalesco que, según Arias, constituyó el primer espectáculo, el cine podría retomarlo en su Segunda Historia como un carácter permanente que nos permita vivir un continuo estado de fiesta. La fiesta popular de quienes hacen cine. La celebración del acontecimiento político que el cine siempre será.
En su análisis repasa el origen del espectáculo ubicándolo en “la dialéctica propia del sistema carnaval/cuaresma ... la sabia alternancia de transgresión festiva y posterior reinstauración ritual de la ley, anteriormente transgredida (...)
En el carnaval de origen medieval el espectador/actor asiste a un espectáculo gratuito, en el que no hay que pagar entrada, aunque se trata de un tiempo de despilfarro, con participación de todo el cuerpo, de todos los sentidos... se trata por tanto de algo más que un espectáculo; es una experiencia, una vivencia sagrada”.
Este “momento inaugural, clave para la cultura occidental - continúa el autor- es el núcleo del que, a lo largo del desarrollo de la modernidad, se irán desgajando otros modos de representación y con ellos, los diversos tipos de espectáculos”.
A este primer modelo de espectáculo, “el carnavalesco”, le seguirán sucesivamente según Arias, el “modelo barroco”, el “modelo moderno-burgués” y el “modelo posmoderno”.
Una de las características que resalta el autor, es que de aquel primer espectáculo carnavalesco “que propiciaba una escena no clausurada, abierta y en continua movilidad, de límites imprecisos, con un escenario que ocupaba toda la ciudad, sus calles y sus plazas, sin que existiera una separación tajante entre actor o intérprete y espectador” se pasó a lo largo de los siguientes modelos a sistemas de escenario cada vez más cerrados y a una separación entre espectadores y actores cada vez más marcada.
En el modelo barroco, “hay un escenario clausurado”, con un centro nuclear en el que se realiza la gesta pero en el que el espectador no lo ve todo porque aún no están claramente establecidas sus posiciones de perfecto voyeur. Pone el ejemplo de las corridas de toros o de las procesiones de semana santa donde lo central del espectáculo puede ocurrir lejos de donde se encuentran muchos de los participantes.
El espectáculo barroco podía darse en la calle, al aire libre (procesiones y desfiles) o en una configuración circular o semicircular (circo y corrida de toros).
En el modelo moderno-burgués, el espectáculo “es segregado en el interior de un local, con una separación tajante entre actor y espectador, instituyéndose así una disposición perspectivista y centrada, un modelo escénico, el teatral, que huye de la excentricidad carnavalesca, al tiempo que, secretamente, se alimenta de sus temas y rituales”.
No deja de ser curiosa la anécdota que cuenta el autor sobre la resistencia que en las corridas de toros ofrecía el público a adoptar su papel de solo espectador, cuando la realidad era que la gente había corrido toros hasta ese momento. Los alguacilillos como representantes de la autoridad, ejercían muchas veces con gran violencia la función de despeje, a caballo y con sable, para que aquel público se convirtiera en simple espectador pasivo.
El cuarto modelo, “el posmoderno”, Arias lo propone para referirse al modelo surgido de la ideología audiovisual de masas que tiene como eje la televisión en su progresiva conexión con la red de internet. Se trata de un espectáculo descorporeizado y a la vez descorporeizador ya que en la realidad de la pantalla, la absoluta presencia de cuerpos con todos sus sentidos puestos en el espectáculo ni existe.
No podemos explayarnos en cada modelo. Nos interesa más bien comentar nuestro interés por el modelo carnavalesco dada la sintonía que nos despierta con el modelo de cine por el que trabajamos.
En esta evolución del espectáculo que describe Arias, comenta que “este triunfo definitivo de la modernidad en Occidente... produjo una nueva escisión entre dos formas de cultura, la “popular o festiva”, que remite a la totalidad de lo social y la “moderno-burguesa o estética”, que apunta a una experiencia más refinada, aislada y personal pero que nace y se nutre de la anterior”.
La evolución hacia el espectáculo moderno parece llevar impresa dos elementos que fueron afirmándose y que hemos analizado en otras ocasiones con respecto al funcionamiento del cine: la diferenciación social que supone unos productores y unos perceptores y la diferenciación en dos tipos de cultura, la popular o festiva, y la “moderno-burguesa o estética”.
Nos hacemos la pregunta entonces sobre un cine que pensándose futuro, parece que debería ser capaz de mirar sus antecedentes en cuánto a espectáculo y recuperar algunas cosas.
El cine, en sus comienzos, va a incorporarse como una atracción popular en el mundo de la fiesta, el circo y las varietés. Será su primer ámbito de afirmación. Pero aunque pudiera ser aceptado masiva y popularmente, su producción nunca estuvo en manos de las masas. El cine nunca fue una experiencia carnavalesca, en el sentido en que su producción como espectáculo fuera hecha por una masa popular entregada en cuerpo y sentidos a la tarea, cuyo escenario fueran las mismas calles y plazas ocupadas por su fiesta, por sus vidas. En todo caso, si seguimos el esquema de Luis Martín Arias, parecería más fácil afirmar que el cine ya nació en su forma, como un espectáculo posmoderno: su pantalla incorpórea, su clara diferenciación social entre espectáculo visual y espectadores, su nula participación de personas de la sociedad en su producción, sus escenarios y personajes selectos y elegidos por sus productores, minorías productoras siempre, etc.
Pero todo esto tiene que ver con los orígenes de lo que nosotros llamamos la Primera Historia del Cine. Luego de leer estos textos de Arias, nos damos cuenta que el Cine tiene la posibilidad de (y debería) rescatar en esta Segunda Historia en la que estamos caminando, ese carácter carnavalesco que ofrecía el primer espectáculo premoderno.
Digámoslo en terminología propia y actual: Plató-realidad y Sistema de Estudio Abierto de Cine. Un cine que elige como escenario un determinado lugar (sus calles, casas, plazas y habitantes) para desarrollarse como filmografía particular, original y propia. Un dispositivo que se fija como ocupación de una localidad para la producción de representación.
La gente de esa localidad inmersa en la acción creadora como productores y protagonistas sin diferenciación social entre profesionales y no profesionales del cine.
La experiencia colectiva de vivir el cine como interrupción, como transgresión de la cotidianidad, como entorno habitable para las propias historias y fantasías, como fiesta, como exabrupto común. La participación de las personas en cuerpo y alma en la construcción colectiva de los films.
Quizá lo que soñamos como cine, no tenga la corta duración que podía tener el carnaval medieval que transgredía durante unos días el estado habitual de las cosas. Quizá nos imaginamos unas instalaciones y unos procedimientos de cine que constituyan en el barrio en el que operamos, aquí en Madrid, un cortocircuito social permanente, una zona liberada para el sueño, para la rebeldía, para experimentar otra emotividad, otros sentires, otras actitudes. Quizá a ese espíritu carnavalesco que, según Arias, constituyó el primer espectáculo, el cine podría retomarlo en su Segunda Historia como un carácter permanente que nos permita vivir un continuo estado de fiesta. La fiesta popular de quienes hacen cine. La celebración del acontecimiento político que el cine siempre será.
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