Vivimos inmersos en una crisis. La sentimos, nos la dicen, la asumimos, nos debatimos en ella, buscamos soluciones, nos resistimos, la padecemos, la intentamos gestionar.
En nuestras prácticas, desde hace algunos años, la relación con la crisis se convirtió desde un principio en un asunto metodológico y político.
Caos y crisis, son dos palabras que parecen relacionarse.
Buscando y simplificando sus significados en relación a cómo la vivimos, el caos lo sentimos como un “estado anterior a todo orden” , algo que subyace a la conciencia presente y la crisis como un “cambio brusco, una mutación importante en el desarrollo de procesos, una situación que pone en duda la continuación de lo que había, un momento decisivo, etc.”
Caos y crisis. Realidad de fondo y situación transitoria entre un orden que desaparece y otro que aparece, provocado o sucedido. La crisis es la evidenciación del caos que potencialmente siempre puede ocurrir. El caos es potencia liberada. La vida, si la dejáramos en su despojada crudeza y fascinante pálpito, por ser puro movimiento, se parece más al caos, sería caos. La ordenamos para soportarla o para gozarla. No estamos muy entrenados para la crisis. Llevamos peor una crisis cuando no asumimos el potencial desorden que nos habita.
Y aunque vivimos siempre en crisis, en tránsito, no cualquier crisis es sana, edificante o humanizadora.
La actual Crisis de la que nos hablan, es una crisis inducida, de la mano de servidores públicos que entran al destarifo de la corrupción y del enriquecimiento propio, que se vuelven loquitos con las operativas y prácticas de los psicópatas financieros. Es una crisis para vaciar, desechar, golpear, destruir toda forma de institucionalidad, para empobrecer a la población en masa, para romper todo tejido organizativo de encuentro. Todo esto con el simple, criminal y claro objetivo, de “sacarle mayores beneficios económicos al desorden”.
Esta Crisis no es más que esa espectacular performance diseñada para el despojo y concentración privatizadora de recursos, bienes, privilegios, derechos, infraestructuras, instituciones y todo lo que pueda rentabilizarse en beneficio de los psicópatas de la especulación. Los métodos de las crisis capitalistas las conocemos desde hace largo tiempo: crear desorden social mediante movimiento de capitales, grandes campañas de publicidad, para sembrar el miedo y para, sobre este, ofrecer una solución de nueva estabilidad que siempre reajusta las cosas en favor de las minorías que la provocan.
Es una crisis que nos imponen, una crisis de agresión, una declaración de guerra y exterminio para una parte de la población, un planetario ejercicio de violencia financiera. Es una crisis que no hay por qué tragar.
Tenemos derecho a elegir también cómo, cuándo y dónde hacer nuestras crisis, a vivir las “crisis” que nos sean humanamente beneficiosas, que nos hagan más humanos y no más mercancía.
Aún así, de la reacción a esta crisis de agresión, aparecen muchas formas y prácticas de gestión del desorden que buscan efectos socialmente beneficiosos.
Siempre, una crisis así, comporta también una crisis de imaginarios: imaginarse como persona con familia, con casa, con trabajo, que se alimenta diariamente, se perturba violentamente cuando una familia desahuciada debe imaginarse cómo personas sin techo, que no sabe donde ni como podrá asegurar la alimentación y el cobijo de los suyos.
Nos perturban traumaticamente el imaginario, nos obligan a concebirnos como no somos, a pensarnos como no quisiéramos ser.
Hace tiempo, en cambio, en nuestros procesos comenzamos a utilizar la expresión “crisis cinematográfica” como el efecto de la aplicación de un criterio metodológico y una postura de acción y reacción. Crisis que genera encuentro entre personas en una relación de producción común. Queremos incidir en el imaginario pero no para traumatizarlo sino para producir mundos más vivibles. El detonante de ella es el suicidio autoral: la desactivación y vaciamiento de la propiedad y la autoridad de quien produce cine o audiovisual, y por eso decide todo. La supresión de la diferenciación social entre profesionales y no profesionales, a la hora de crear películas, produce un abanico de efectos que tienen que ver con cada grupo y que es difícil de estandarizar. Porque los efectos y las prácticas que comienzan a aparecer las produce el común en un estado específico directamente relacionado con las características de sus participantes.
Este viernes, justamente, participábamos de un debate en Medialab Prado donde se exponían “prácticas de gestión del caos para crear mundos” y se describían dispositivos, actos, gestos de mediación social, de facilitación de la experiencia común, de ordenamiento de las crisis. Escuchando a los demás, empezamos a sentir dificultad para pensar en nuestra operativa como procedimientos de mediación aunque desde fuera puede parecer obvio que el Cine sin Autor ejerce tareas de mediación social.
Que gestionamos el caos, “esa crisis cinematográfica” que provocamos, no cabe duda. La duda que se nos planteó es si se puede, en nuestro caso, hablar de procedimientos novedosos. Porque ese primer acto político, el suicidio autoral que hace desaparecer el acostumbrado ordenamiento social que conocemos para producir cine, el que posibilita y hace surgir “la autoría colectiva inducida”, nos parece que es lo único novedoso en cuanto a dispositivo.
Las prácticas, si hay que enumerarlas, son las del cine de siempre: grabar, rodar, montar, exhibir. La diferencia en nuestro caso no son las prácticas sino la mecánica sinautoral que las atraviesa a todas, que podría resumirse en el acto de devolver permanentemente a debate y decisión del común todo el proceso: sea el guión, el rodaje, el montaje o la gestión de la película, así como cualquier cosa mínima que ocurra. Esa es el ejercicio de fondo que distingue que sea Cine sin Autor y no otra cosa.
Algunos participantes del debate no lo entendían e insistían en etiquetar lo que hacemos como prácticas de mediación social o cultural. Nos pedían enumerar las prácticas e incluso algunos las enumeraban por nosotros como haciendo evidente que gestionamos el caos de esa manera. Nosotros decíamos que solo hacemos películas de manera sinautoral, vaciando la forma convencional de hacerla a cada paso para hacerla en común y que no nos sentimos haciendo mediación cultural alguna.
Fue interesante ver el desfasaje entre la práctica que vivimos y la visión externa que se necesitaba extractar procedimientos que marcaran cierta distinción de la experiencia.
Incluso alguien al final nos comentó que eramos poco analíticos, de que ocultábamos lo fundamental para que otros lo conozcan, como si tuvieramos alguna intención.
Alguien rescató hacia el final que la dificultad estaba en que nosotros nos movíamos en el territorio del arte, del arte creado en común y que hay procesos que suelen darse en ese territorio sin correspondencia obligada con otros procesos sociales no estéticos.
Justo en la tarde del mismo viernes, luego de aquel debate, asistimos a un encuentro general que había en el Centro Social Josefa Amar, del barrio, donde se reunían los grupos que participan en el centro. Había un grupo de mujeres árabes, otro grupo de adultos que hacen conversaciones sobre la vida cotidiana mediados por una filósofa, un grupo grande de niños, otro de autonomía alimentaria, un grupo de señoras que hacen patchwork, entre otros.
El dispositivo era muy simple y habitual porque había poco tiempo y apenas nos conocían. Podríamos decir que el dispositivo fueron dos cosas:
a) una explicación corta donde dijimos casi textualmente: Somos un grupo de cine que hacemos películas en el barrio donde la propia gente decide el contenido, el guión, protagoniza las escenas, participa en la decisión del montaje y luego decide también que hace con ella y
b) la exhibición de tres trailers con imágenes de algunas experiencias, cada uno de tres minutos.
Ese sería el dispositivo, si tuviéramos que categorizarlo.Pensábamos pasarlo rápido para que pudieran seguir con sus actividades, casi informativamente y parar si no había interés. Al terminar el primer trailers, la gente empezó a aplaudir y a gritar ¡otra, otra! Así que pasamos al segundo y se volvió a repetir la emoción, los aplausos y los gritos. Pasamos entonces el tercero y lo mismo.
Al terminar, algunos participantes se abalanzaron algo emocionados a consultarnos sobre lo que hacíamos y ver si podían participar de algo parecido. Algunos niños nos habían preguntado si “de verdad podían hacer una película con nosotros”.
Se trataba de una simple exhibición pero de pronto nos vimos con la posibilidad de iniciar procesos con cuatro grupos a la vez. Algo que deberemos analizar dada nuestras limitaciones.
¿Qué pasó allí para despertar un interés y una emoción tal?
El dispositivo era una simple exhibición de trailers. Si uno ve las piezas en su casa, tampoco es que causen un impacto abrumador, son simples muestras. Si uno repite el dispositivo: explicación breve + exhibición de trailers, no creemos que asegure que la gente se vuelque a participar siempre. Es verdad que si uno no va a exhibir allí tampoco habrá efectos, es claro, hay dispositivo, pero es común y corriente, una exhibición.
La explosión emocional que produjo, quizá se deba a la combinación del mensaje “podremos hacer una película juntos”, a que ofrecemos esta posibilidad al común de manera cercana. Quizá se sume a eso unas imágenes que mostraban escenas hechas en su barrio, con alguna gente que podían reconocer. Algunas personas que aparecían estaban en el evento. ¿Podrían ser éstas las causas del impacto?. Podría ser. No lo tenemos claro. Una película bien hecha produce este tipo de impactos emocionales aunque la gente no se ofrece luego de aplaudir a hacer una película. No se le da tal posibilidad. Se marcha a su casa impactada y se acabó.
Lo que queremos decir es que extractar el dispositivo que gestiona un estado emocional de desorden, (casi siempre, un componente muy fuerte en cualquier crisis), en nuestro caso, es un poco ineficaz para comprender la experiencia.
La participación, el encuentro, la implicación, no es para nosotros una cuestión de dispositivos solamente. Hemos fracasado rotundamente con el mismo dispositivo en alguna otra ocasión.
Es muy común en nuestros procesos, que se nos escapen permanentemente la relación entre causa y efectos, que nos sobrepase, que no tengamos explicación.
La gestión del caos para nosotros consiste en dejar que ocurra. Nuestro dispositivo tiene una fuerza que viene dada alrededor del “imaginario película”, generalmente estimulante. Permitimos imaginar a quien nunca lo ha hecho que puede participar en un film. Llevamos años, conocemos los resortes.
Quizá lo que no se entendía en el debate del Medialab es justamente la escencia cinematográfica de nuestro proyecto y la irrupción de lo emocional como fuerza productora. Porque el cine es sobre todo huella, rastro, documentación. Si hay material registrado, hay posibilidad de montaje y hay posibilidad de devolución, de rencuentro, de retomar, de volver a verse después de olvidarse. No importa que el tiempo pase, el registro está allí. Las películas perduran y producen efectos en su exhibición. No solemos desarrollar estrategias que aseguren la participación porque aceptamos que cuando dejan de acudir, se acaba o al menos se suspende la película. La pregunta que late siempre con urgencia entre nosotros ante lo que ocurre en encuentros y sesiones es: ¿lo has grabado? ¿sabes si alguien grabó? Porque lo que mantiene a un proyecto de cine, es su registro audiovisual. Si no hay registro, no hay cine. Eso es obvio para el cine en general, no solo para el nuestro.
En las últimas semanas hemos tenido dos talleres, uno en el Centro de Arte 2 de Mayo de Madrid y otro con una cooperativa en Lisboa donde participaban otras experiencias de España y Venezuela.
En ambos optamos por una explicación brevísima y por echar a andar una experiencia de película en el mismo momento, para que pudieran notar la diferencia entre hablar de cómo se hace y directamente hacer, a pesar de que sabíamos que no se acabaría ninguna película.
Daniel Goldmann y Helena de Llanos, compañero y compañera de nuestro colectivo, fueron al de Lisboa. Cuando Dani nos intentaba explicar cómo había ido, decía: ¿cómo les explico? el CsA cada día se me parece más a tirar una bomba y salir corriendo...
Cuentan que a las pocas horas de debate, la gente andaba con las cámaras grabando en el barrio cosas que habían decidido, algunas de las cuales llevaban tiempo pensando en hacer.
Otro tanto nos ocurrió en el otro taller del Centro de Arte 2 de Mayo. Duraba cuatro horas y planteamos para comenzar: o contamos cómo hacemos las películas o empezamos una ahora mismo. Luego de un momento de congelamiento y desconcierto, aceptaron el desafío práctico y se generó un debate interesantísimo sobre el contenido de posible película, sobre sus vidas, sobre la ciudad, que a las dos horas nos llevó a la plaza de Móstoles a grabar una de las escenas: un desayuno en mitad de la plaza. Los propios participantes decidieron entregar cámaras a los jubilados que habían allí. Cosa que a nosotros en todos estos años nunca se nos había ocurrido, dar la cámara a cualquier transeúnte, a un extraño cualquiera. Al rato vimos a tres jubilados que habían tomado las cámaras. Quienes estábamos supuestamente conduciendo el taller, habíamos perdido el control de la escena y nos remitimos a preguntar algunas veces: "¿alguien tiene claro el plano que vamos a grabar y quien lo va a grabar?"
Y siempre hubo alguien que contestaba con contundencia y lo explicaba al resto.
Es verdad que a lo largo de estos años hemos hecho muchas prácticas y podríamos hacer una lista, pero ninguna puede considerarse novedosa por sí sola: moderar una asamblea, coordinar una puesta en escena, grabar, dar la cámara o que nos la quiten, ofrecer un visionado y moderar el debate... serían el tipo de prácticas a enumerar.
Pero lo que define fundamentalmente al CsA es el suicidio autoral y la práctica de la sinautoría, la permanente devolución de todo al común para dejarlo operar sobre esa conciencia común de “estar haciendo una película”.
Nos dimos cuenta en el debate, de que tenemos, sí, conceptos fuertes que hemos ido desgranando en nuestros textos como ejercicio casi privado: plató-mundo, espectador remoto, sinautoría, cámara inmersa, montaje en abierto, guión audiovisual, etc. pero que no son dispositivos físicos u operativas, sino solo conceptos que operan en nuestra ideología e imaginario cinematográfico para desactivar los procesos convencionales.
Ni siquiera los trasladamos a los participantes como algo que tengan que aprender. Eso no quiere decir que no lo vayamos a hacer, pero no lo hemos hecho en estos años.
Provocamos el caos de la propiedad privada de las decisiones para convertirlas en propiedad común. He ahí la principal clave, irrenunciable, del Cine sin Autor. Luego, gestionarlo, significa seguir estando, seguir ofreciendo la posibilidad de continuar la película entregándo al común la responsabilidad. Solo existe dispositivo cuando hay un común, aunque sea solo una persona.
Buscamos habitar esa potencia creadora de cualquier persona para crear cine conjuntamente con ella, conocernos a traves del imaginario, compartir momentos de vida, dejar rastro audiovisual de los encuentros, originar discurso a través de fragmentos, acercarnos al desconocido, habitarnos de a ratos. No parece tan difícil de entender.
En nuestras prácticas, desde hace algunos años, la relación con la crisis se convirtió desde un principio en un asunto metodológico y político.
Caos y crisis, son dos palabras que parecen relacionarse.
Buscando y simplificando sus significados en relación a cómo la vivimos, el caos lo sentimos como un “estado anterior a todo orden” , algo que subyace a la conciencia presente y la crisis como un “cambio brusco, una mutación importante en el desarrollo de procesos, una situación que pone en duda la continuación de lo que había, un momento decisivo, etc.”
Caos y crisis. Realidad de fondo y situación transitoria entre un orden que desaparece y otro que aparece, provocado o sucedido. La crisis es la evidenciación del caos que potencialmente siempre puede ocurrir. El caos es potencia liberada. La vida, si la dejáramos en su despojada crudeza y fascinante pálpito, por ser puro movimiento, se parece más al caos, sería caos. La ordenamos para soportarla o para gozarla. No estamos muy entrenados para la crisis. Llevamos peor una crisis cuando no asumimos el potencial desorden que nos habita.
Y aunque vivimos siempre en crisis, en tránsito, no cualquier crisis es sana, edificante o humanizadora.
La actual Crisis de la que nos hablan, es una crisis inducida, de la mano de servidores públicos que entran al destarifo de la corrupción y del enriquecimiento propio, que se vuelven loquitos con las operativas y prácticas de los psicópatas financieros. Es una crisis para vaciar, desechar, golpear, destruir toda forma de institucionalidad, para empobrecer a la población en masa, para romper todo tejido organizativo de encuentro. Todo esto con el simple, criminal y claro objetivo, de “sacarle mayores beneficios económicos al desorden”.
Esta Crisis no es más que esa espectacular performance diseñada para el despojo y concentración privatizadora de recursos, bienes, privilegios, derechos, infraestructuras, instituciones y todo lo que pueda rentabilizarse en beneficio de los psicópatas de la especulación. Los métodos de las crisis capitalistas las conocemos desde hace largo tiempo: crear desorden social mediante movimiento de capitales, grandes campañas de publicidad, para sembrar el miedo y para, sobre este, ofrecer una solución de nueva estabilidad que siempre reajusta las cosas en favor de las minorías que la provocan.
Es una crisis que nos imponen, una crisis de agresión, una declaración de guerra y exterminio para una parte de la población, un planetario ejercicio de violencia financiera. Es una crisis que no hay por qué tragar.
Tenemos derecho a elegir también cómo, cuándo y dónde hacer nuestras crisis, a vivir las “crisis” que nos sean humanamente beneficiosas, que nos hagan más humanos y no más mercancía.
Aún así, de la reacción a esta crisis de agresión, aparecen muchas formas y prácticas de gestión del desorden que buscan efectos socialmente beneficiosos.
Siempre, una crisis así, comporta también una crisis de imaginarios: imaginarse como persona con familia, con casa, con trabajo, que se alimenta diariamente, se perturba violentamente cuando una familia desahuciada debe imaginarse cómo personas sin techo, que no sabe donde ni como podrá asegurar la alimentación y el cobijo de los suyos.
Nos perturban traumaticamente el imaginario, nos obligan a concebirnos como no somos, a pensarnos como no quisiéramos ser.
Hace tiempo, en cambio, en nuestros procesos comenzamos a utilizar la expresión “crisis cinematográfica” como el efecto de la aplicación de un criterio metodológico y una postura de acción y reacción. Crisis que genera encuentro entre personas en una relación de producción común. Queremos incidir en el imaginario pero no para traumatizarlo sino para producir mundos más vivibles. El detonante de ella es el suicidio autoral: la desactivación y vaciamiento de la propiedad y la autoridad de quien produce cine o audiovisual, y por eso decide todo. La supresión de la diferenciación social entre profesionales y no profesionales, a la hora de crear películas, produce un abanico de efectos que tienen que ver con cada grupo y que es difícil de estandarizar. Porque los efectos y las prácticas que comienzan a aparecer las produce el común en un estado específico directamente relacionado con las características de sus participantes.
Este viernes, justamente, participábamos de un debate en Medialab Prado donde se exponían “prácticas de gestión del caos para crear mundos” y se describían dispositivos, actos, gestos de mediación social, de facilitación de la experiencia común, de ordenamiento de las crisis. Escuchando a los demás, empezamos a sentir dificultad para pensar en nuestra operativa como procedimientos de mediación aunque desde fuera puede parecer obvio que el Cine sin Autor ejerce tareas de mediación social.
Que gestionamos el caos, “esa crisis cinematográfica” que provocamos, no cabe duda. La duda que se nos planteó es si se puede, en nuestro caso, hablar de procedimientos novedosos. Porque ese primer acto político, el suicidio autoral que hace desaparecer el acostumbrado ordenamiento social que conocemos para producir cine, el que posibilita y hace surgir “la autoría colectiva inducida”, nos parece que es lo único novedoso en cuanto a dispositivo.
Las prácticas, si hay que enumerarlas, son las del cine de siempre: grabar, rodar, montar, exhibir. La diferencia en nuestro caso no son las prácticas sino la mecánica sinautoral que las atraviesa a todas, que podría resumirse en el acto de devolver permanentemente a debate y decisión del común todo el proceso: sea el guión, el rodaje, el montaje o la gestión de la película, así como cualquier cosa mínima que ocurra. Esa es el ejercicio de fondo que distingue que sea Cine sin Autor y no otra cosa.
Algunos participantes del debate no lo entendían e insistían en etiquetar lo que hacemos como prácticas de mediación social o cultural. Nos pedían enumerar las prácticas e incluso algunos las enumeraban por nosotros como haciendo evidente que gestionamos el caos de esa manera. Nosotros decíamos que solo hacemos películas de manera sinautoral, vaciando la forma convencional de hacerla a cada paso para hacerla en común y que no nos sentimos haciendo mediación cultural alguna.
Fue interesante ver el desfasaje entre la práctica que vivimos y la visión externa que se necesitaba extractar procedimientos que marcaran cierta distinción de la experiencia.
Incluso alguien al final nos comentó que eramos poco analíticos, de que ocultábamos lo fundamental para que otros lo conozcan, como si tuvieramos alguna intención.
Alguien rescató hacia el final que la dificultad estaba en que nosotros nos movíamos en el territorio del arte, del arte creado en común y que hay procesos que suelen darse en ese territorio sin correspondencia obligada con otros procesos sociales no estéticos.
Justo en la tarde del mismo viernes, luego de aquel debate, asistimos a un encuentro general que había en el Centro Social Josefa Amar, del barrio, donde se reunían los grupos que participan en el centro. Había un grupo de mujeres árabes, otro grupo de adultos que hacen conversaciones sobre la vida cotidiana mediados por una filósofa, un grupo grande de niños, otro de autonomía alimentaria, un grupo de señoras que hacen patchwork, entre otros.
El dispositivo era muy simple y habitual porque había poco tiempo y apenas nos conocían. Podríamos decir que el dispositivo fueron dos cosas:
a) una explicación corta donde dijimos casi textualmente: Somos un grupo de cine que hacemos películas en el barrio donde la propia gente decide el contenido, el guión, protagoniza las escenas, participa en la decisión del montaje y luego decide también que hace con ella y
b) la exhibición de tres trailers con imágenes de algunas experiencias, cada uno de tres minutos.
Ese sería el dispositivo, si tuviéramos que categorizarlo.Pensábamos pasarlo rápido para que pudieran seguir con sus actividades, casi informativamente y parar si no había interés. Al terminar el primer trailers, la gente empezó a aplaudir y a gritar ¡otra, otra! Así que pasamos al segundo y se volvió a repetir la emoción, los aplausos y los gritos. Pasamos entonces el tercero y lo mismo.
Al terminar, algunos participantes se abalanzaron algo emocionados a consultarnos sobre lo que hacíamos y ver si podían participar de algo parecido. Algunos niños nos habían preguntado si “de verdad podían hacer una película con nosotros”.
Se trataba de una simple exhibición pero de pronto nos vimos con la posibilidad de iniciar procesos con cuatro grupos a la vez. Algo que deberemos analizar dada nuestras limitaciones.
¿Qué pasó allí para despertar un interés y una emoción tal?
El dispositivo era una simple exhibición de trailers. Si uno ve las piezas en su casa, tampoco es que causen un impacto abrumador, son simples muestras. Si uno repite el dispositivo: explicación breve + exhibición de trailers, no creemos que asegure que la gente se vuelque a participar siempre. Es verdad que si uno no va a exhibir allí tampoco habrá efectos, es claro, hay dispositivo, pero es común y corriente, una exhibición.
La explosión emocional que produjo, quizá se deba a la combinación del mensaje “podremos hacer una película juntos”, a que ofrecemos esta posibilidad al común de manera cercana. Quizá se sume a eso unas imágenes que mostraban escenas hechas en su barrio, con alguna gente que podían reconocer. Algunas personas que aparecían estaban en el evento. ¿Podrían ser éstas las causas del impacto?. Podría ser. No lo tenemos claro. Una película bien hecha produce este tipo de impactos emocionales aunque la gente no se ofrece luego de aplaudir a hacer una película. No se le da tal posibilidad. Se marcha a su casa impactada y se acabó.
Lo que queremos decir es que extractar el dispositivo que gestiona un estado emocional de desorden, (casi siempre, un componente muy fuerte en cualquier crisis), en nuestro caso, es un poco ineficaz para comprender la experiencia.
La participación, el encuentro, la implicación, no es para nosotros una cuestión de dispositivos solamente. Hemos fracasado rotundamente con el mismo dispositivo en alguna otra ocasión.
Es muy común en nuestros procesos, que se nos escapen permanentemente la relación entre causa y efectos, que nos sobrepase, que no tengamos explicación.
La gestión del caos para nosotros consiste en dejar que ocurra. Nuestro dispositivo tiene una fuerza que viene dada alrededor del “imaginario película”, generalmente estimulante. Permitimos imaginar a quien nunca lo ha hecho que puede participar en un film. Llevamos años, conocemos los resortes.
Quizá lo que no se entendía en el debate del Medialab es justamente la escencia cinematográfica de nuestro proyecto y la irrupción de lo emocional como fuerza productora. Porque el cine es sobre todo huella, rastro, documentación. Si hay material registrado, hay posibilidad de montaje y hay posibilidad de devolución, de rencuentro, de retomar, de volver a verse después de olvidarse. No importa que el tiempo pase, el registro está allí. Las películas perduran y producen efectos en su exhibición. No solemos desarrollar estrategias que aseguren la participación porque aceptamos que cuando dejan de acudir, se acaba o al menos se suspende la película. La pregunta que late siempre con urgencia entre nosotros ante lo que ocurre en encuentros y sesiones es: ¿lo has grabado? ¿sabes si alguien grabó? Porque lo que mantiene a un proyecto de cine, es su registro audiovisual. Si no hay registro, no hay cine. Eso es obvio para el cine en general, no solo para el nuestro.
En las últimas semanas hemos tenido dos talleres, uno en el Centro de Arte 2 de Mayo de Madrid y otro con una cooperativa en Lisboa donde participaban otras experiencias de España y Venezuela.
En ambos optamos por una explicación brevísima y por echar a andar una experiencia de película en el mismo momento, para que pudieran notar la diferencia entre hablar de cómo se hace y directamente hacer, a pesar de que sabíamos que no se acabaría ninguna película.
Daniel Goldmann y Helena de Llanos, compañero y compañera de nuestro colectivo, fueron al de Lisboa. Cuando Dani nos intentaba explicar cómo había ido, decía: ¿cómo les explico? el CsA cada día se me parece más a tirar una bomba y salir corriendo...
Cuentan que a las pocas horas de debate, la gente andaba con las cámaras grabando en el barrio cosas que habían decidido, algunas de las cuales llevaban tiempo pensando en hacer.
Otro tanto nos ocurrió en el otro taller del Centro de Arte 2 de Mayo. Duraba cuatro horas y planteamos para comenzar: o contamos cómo hacemos las películas o empezamos una ahora mismo. Luego de un momento de congelamiento y desconcierto, aceptaron el desafío práctico y se generó un debate interesantísimo sobre el contenido de posible película, sobre sus vidas, sobre la ciudad, que a las dos horas nos llevó a la plaza de Móstoles a grabar una de las escenas: un desayuno en mitad de la plaza. Los propios participantes decidieron entregar cámaras a los jubilados que habían allí. Cosa que a nosotros en todos estos años nunca se nos había ocurrido, dar la cámara a cualquier transeúnte, a un extraño cualquiera. Al rato vimos a tres jubilados que habían tomado las cámaras. Quienes estábamos supuestamente conduciendo el taller, habíamos perdido el control de la escena y nos remitimos a preguntar algunas veces: "¿alguien tiene claro el plano que vamos a grabar y quien lo va a grabar?"
Y siempre hubo alguien que contestaba con contundencia y lo explicaba al resto.
Es verdad que a lo largo de estos años hemos hecho muchas prácticas y podríamos hacer una lista, pero ninguna puede considerarse novedosa por sí sola: moderar una asamblea, coordinar una puesta en escena, grabar, dar la cámara o que nos la quiten, ofrecer un visionado y moderar el debate... serían el tipo de prácticas a enumerar.
Pero lo que define fundamentalmente al CsA es el suicidio autoral y la práctica de la sinautoría, la permanente devolución de todo al común para dejarlo operar sobre esa conciencia común de “estar haciendo una película”.
Nos dimos cuenta en el debate, de que tenemos, sí, conceptos fuertes que hemos ido desgranando en nuestros textos como ejercicio casi privado: plató-mundo, espectador remoto, sinautoría, cámara inmersa, montaje en abierto, guión audiovisual, etc. pero que no son dispositivos físicos u operativas, sino solo conceptos que operan en nuestra ideología e imaginario cinematográfico para desactivar los procesos convencionales.
Ni siquiera los trasladamos a los participantes como algo que tengan que aprender. Eso no quiere decir que no lo vayamos a hacer, pero no lo hemos hecho en estos años.
Provocamos el caos de la propiedad privada de las decisiones para convertirlas en propiedad común. He ahí la principal clave, irrenunciable, del Cine sin Autor. Luego, gestionarlo, significa seguir estando, seguir ofreciendo la posibilidad de continuar la película entregándo al común la responsabilidad. Solo existe dispositivo cuando hay un común, aunque sea solo una persona.
Buscamos habitar esa potencia creadora de cualquier persona para crear cine conjuntamente con ella, conocernos a traves del imaginario, compartir momentos de vida, dejar rastro audiovisual de los encuentros, originar discurso a través de fragmentos, acercarnos al desconocido, habitarnos de a ratos. No parece tan difícil de entender.
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