Hace unos días leíamos dos noticias. Una referida a los fansfilms y otra a sobre una iniciativa de #Luttkesecretfilm y Calle 13.
Los fansfilms o films de fans es una corriente cada vez más habitual en la que un grupo de fans de una película, una saga, un personaje, hacen sus propias versiones o sus propias prolongaciones narrativas de su película o personaje preferido. Si ponen las palabras en google se encontrarán con suficiente información y vídeos que pueden ilustrarlo.
La noticia de #Luttkesecretfilm y Calle 13 hace esta autopromoción: 13 películas, rodadas en 13 horas, 13 realizadores, 13 duros.
Estos últimos hablaban de un nuevo modelo de producción, ágil, a contrareloj, con mínimos medios, con guión construido sobre la marcha.
Lo que nos interesa rescatar de ambas iniciativas, es la sintomatología que suponen.
Sintomatología de los nuevos tiempos que van minando la forma tradicional de hacer cine.
La primera ruptura se da a nivel del espectador, el seguidor, el fan, que más a allá de estar imbuido en una narrativa y un universo fílmico, su fanfilm supone su pasaje, de una manera relativa, de su actitud espectadora a su actitud productora. El gesto es de apropiación e inconformidad. El Cine, su cine preferido, sabe a poco y despierta su lado productor. La tecnología actual le permite esa desobediencia frente al texto fílmico al punto de ponerse a rodar. Movido por su apasionamiento ante tramas y personajes, hace una cinematofagia y la devuelve en una versión alterada o aumentada de aquello que le golpea.
Es una forma más efectiva que la de ese más bien anticuado espectador emancipado de Jacques Ranciére que se conformaba con hacer sus propias películas interiormente, emocionalmente, intelectualmente masticándolas en su memoria. El salto al montaje y al rodaje es, evidentemente, un paso más interesante que la aparentemente sofisticación Rancieriana.
Pero es importante rescatar que es un espectador colgado de una narrativa que no es propia, que versiona, que altera, que modifica. No quiere decir que esté mal, quiere decir que es una reacción al cine ingerido y no a la posible página en blanco. La que nosotros usamos como materia inicial para la emergencia del imaginario cualquiera. Según el desarrollo que pueda alcanzar un fanfilm, le llevará o no a lugares más propios, más profundos o se quedará en el simple divertimento de la variación. Pero es un buen ejercicio de emancipación, uno más que va minando la omnipotencia de aquel viejo aunque aún presente Cine.
La iniciativa de #Luttkesecretfilm y Calle 13 es una tendencia que mina más el profesionalismo planificado de la realización, cada vez más habitual como forma de rodaje. La liberación de la pesada carga venida del inconsciente industrial del cine, planificadísimo, pesado en presupuesto y que fue sufriendo a lo largo del siglo pasado constantes alivianamientos. Es bueno que estos procedimientos alcancen niveles de naturalidad propios de nuestro siglo, convulsionado social y tecnológicamente. Mínimos acuerdos para un cine hecho más en el rodaje que en el guión planificado. Más interacción participada entre el equipo que construye en constante diálogo, rapidez de ejecución, improvisación.
La novedad, que ya no lo es tanta, es que se naturalice la realización, que se tomen unas cámaras y se ponga en escena con cierta rapidez escenas y secuencias posibles. No son nuevos los procedimientos que estos dos ejemplos nos traen. Siempre se han hecho versiones de otras películas, de novelas, de relatos periodísticos. Más bien hay que remarcar que el cine se ha forjado a base de adaptaciones, ampliaciones, alteraciones, variaciones de obras literarias y anteriores películas.
La novedad consiste en quién las hace. Antes eran solo “esa gente profesional” del cine. Ahora es sencillamente cualquiera quien se otorga el derecho de hacer lo que antes no era ni imaginable ni, quizá, posible.
Tampoco es novedad la película hecha sobre el rodaje ligero, desprejuiciado, artesanal, inmediato, fresco, improvisado incluso. Lo nuevo es que cada vez más gente del sector profesional lo haga. Lo fascinante para nosotros es hacerlo con gente común y corriente.
Los movimientos democratizadores dentro del cine han provocado siempre estos efectos: más gente con capacidad de hacerlo, simplificación de procedimientos, aligeramiento de la tecnología, mayor participación.
Ya saben nuestros lectores y lectoras que nuestro empecinamiento es con respecto a la gente común como sujeto activo, protagonista, responsable y gestor de las películas.
Pero no lo decimos como contraposición sino como reafirmación de un diagnóstico hoy más que confirmado: que al Cine de siempre, lo van minando iniciativas por diferentes frentes, lo van alterando en dirección de su democratización.
Estos dos ejemplos que hemos puesto, más los experimentos de financiación en torno a las prácticas de crowfunding, la circulación por la red y en diferentes soportes digitales y otras formas afines, son prácticas en aumento que están desactivando una a una su antigu modelo de producción y gestión. Ya sea en la construcción de narrativa, en el rodaje, en las formas de distribución. Son continuas rebeldías parciales.
En Cine sin Autor, si hay algo que pretendemos, es minar de democratización, todas las partes de su producción y gestión, todo el sistema cine. Estas iniciativas y sería bueno enumerar muchas otras, confirman comportamientos posibles, unos más espontáneos y otros más meditados, que aseguran un futuro donde el cine, con toda su histórica complejidad, sea una herramienta social mucho más plena, mucho más habitual, mucho más natural para la gente común.
Es sano también para todo aquel que las esté haciendo, pensar que tenemos una lucha siempre mayor que hacer a nivel de los dispositivos de producción social y a nivel de la formulación de políticas culturales y cinematográficas. Estas deberían hacer de estas iniciativas democratizadoras, no solo interesantes anécdotas puntuales, sino las condiciones propias y estables de producción de cualquier sociedad, que sin duda está en condiciones y se merece tener un cine verdaderamente democratizado y al alcance de cualquiera.
La tesis de Nesic y Dauvé consiste en afirmar que ese desplazamiento, por el que seres desiguales aceptan o son obligados a tratarse como iguales, no es ni mucho menos exclusivo de la democracia, sino que es el presupuesto ideológico mismo del intercambio mercantil y la relación salarial. El capitalismo, explican, también se basa en la supuesta igualdad de lo que reúne, en el intercambio «libre» y «voluntario» de bienes y servicios, dinero y mercancías, tiempo y trabajo, y en la escenificación constante de la competencia entre partes que se relacionan en condiciones de una igualdad supuesta, abstracta, falaz. Esa es la continuidad entre el capitalismo como lógica de equivalencias y la democracia como mecanismo capaz de sublimar la diferencia social para repartir el poder, una y otra vez, de forma pacífica y simbólicamente efectiva. La democracia aparece así como la forma ideal del capitalismo, como el suplemento político que lo completa y refuerza, organizando la gestión y el aplacamiento de sus conflictos y diluyendo en la imagen del pueblo las desigualdades y la división política de los sujetos que supuestamente lo forman. Así funciona el argumento: un silogismo por el que la democracia se identifica con la esfera política, la política con la representación y la representación con la lógica capitalista de la separación entre política y economía, vida y trabajo, medios y fines, formas y contenidos. La democracia aparece entonces como el nombre propio de esa escisión fundamental, y significa a la vez un estado de cosas y el orden que las rige, una forma de gobierno y una lógica social. Ese es el nudo democrático que la crítica comunista se plantea deshacer.
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