domingo, 27 de septiembre de 2009
¿Qué significa ser cineasta?
Avanzando en la confección de nuestro Manifiesto, seguimos estableciendo las bases de un Nuevo Cine Político y Popular al que llamamos Cine Inmerso Insurreccional.
Ya hemos salpicado con algunas ideas sobre el film, el realismo, la autoría, la exhibición, la producción, etc. Pero ¿qué pasa con la figura de un/una cineasta?
Dejando atrás ese perfil glamuroso de la figura de los y las cineastas, muchas veces plagada de patetismo hedonista, redefinimos a ese oficio de lo cinematográfico respondiéndonos a la pregunta: en un cine como el que planteamos ¿qué rol debe jugar un o una cineasta entonces?
No tiene mucho misterio la respuesta; el mismo que juega el mecánico, el panadero, la autobusera o la carnicera en cualquier círculo social: ofrece un servicio para los demás.
Está claro que en nuestra sociedad no existe casi oficio alguno que no esté intermediado por el dinero. La privatización de lo humano por lo capitalista llega hasta la monetarización de la vida íntima: "te doy 100000 euros si vendes lo peor de tu intimidad en nuestro programa y la conviertes en espectáculo televisivo". Eso es el programa de televisión El Juego de tu vida, por ejemplo. O "Te compro tus problemas psicológicos si espectacularizas tus traumas en directo". Eso es La Caja (ambos emitidos por Telecinco).
En nuestra vida diaria trabajamos por un puñado de dígitos ingresados en nuestra cuenta bancaria porque “de algo hay que vivir”, decimos.
Así que si el oficio de cineasta es un servicio público ofrecido para la fabricación de la representación fílmica de colectivos sociales, no vamos a recurrir a viejos altruismos militantes, vocaciones heroicas o activismos confusos que duran lo que la corta juventud que rápidamente nos privatiza el sistema económico y el manicomio de lo social cuando apenas ¿maduramos?
El/la cineasta debería ser un oficio pagado, claro. Quizá incluso como a una enseñante o un trabajador social más.
Pero el problema de cómo se debe financiar una figura así, no debería distraernos del problema de lo que debe ser aunque haya que imaginar luego una forma económicamente efectiva de que exista.
Un/una cineasta en el cine que estamos desarrollando es un/una trabajadora de la representación fílmica que ayuda a construir filmografías colectivas. Porque piensa que todo grupo de personas de una localidad específica tiene que ejercer el derecho a elaborar tanto la propia historia y sus imaginaciones fílmicas . Es alguien que trabaja con una materia prima particular: imágenes y sonidos de la realidad de unas personas concretas, sea dónde vive o donde hace su inmersión social. Cuando tenemos que hacer una casa recurrimos a un arquitecto (que entendemos que no se convertirá en el dueño de la casa que construyamos). Cuando tenemos un problema de salud recurrimos al personal médico (que no se convertirán en los propietarios de nuestra salud). El Estado nos pone maestros, trabajadores sociales, psicólogos para atender cierto tipo de necesidades. ¿Pero cuando tenemos un problema de representación fílmica? No hablamos de un antojo de hacer una película, si no que nos referimos a una necesidad de documentación y creación audiovisual, que haga trabajar colectivamente la imaginación, que facilite soñarnos, imaginarnos, asumirnos, descubrirnos audiovisualmente como lo que somos; en ese caso ¿recurrimos a profesionales de la materia? ¿Nos pone el Estado algún tipo de servicio para atender a una necesidad social como ésta?
¿No sucede acaso que incluso los más osados documentalistas, se apropian parcial o totalmente de la representación que logran en un sitio específico? ¿No termina siendo siempre un film de fulanito de tal? ¿Acaso devolvemos a los representados nuestros montajes y películas, una y otra vez, para la reflexión crítica buscando la conformidad del sujeto con su film, al que le hemos vampirizado su apariencia audiovisual, que es suya? Pero sí que luego aceptamos en el jolgorio cultural que los payasos televisivos o cinematográficos reclamen sus derechos de imagen. Nos parece natural, claro. “Es que ellos viven de eso, sí”. Una vez más parece que el derecho al uso de la propia imagen la tienen unos o unas pocas listillas que han hecho de su apariencia un negocio. Otra vez el puto negocio como variable ética.
El año pasado, estando en Senegal, mientras grabamos en el mercado central de Dakar un documental, nos vimos interpelados por algunos transeúntes que nos prohibían agresivamente sacarles imágenes. Nos parecía absolutamente digno. Durante todo el tiempo tuvimos que o esconder la cámara o hacer evidente que ceñíamos el plano en plena calle a las entrevistadas. Nos pareció ilustrativo el gesto que tenían algunas personas anónimas, aunque no todas. Y es un conflicto interesante que nos pone directamente frente a una ética de cómo filmar. Para grabarlos, tendríamos que haber iniciado un proceso de relación con ellos y ellas.
Ese derecho a la gestión de la propia imagen debería ser un punto de partida para edificar una pedagogía sobre la autogestión de la producción audiovisual. Pero no lo es. Vivimos en el cachondeo de lo audiovisual.
Esto tiene como mínimo dos asuntos que atender. Uno es que no nos nace esa necesidad, no aparece naturalmente la responsabilidad de construir la propia memoria y fantasía audiovisual. El funcionamiento social entrena para una obsesiva responsabilidad sobre unas cosas pero no dice nada sobre otras. La práctica del cine sería un espléndido entrenamiento de la imaginación, de reflexión crítica, ya que pasa por la corporeidad de procesos escénicos, por la documentación audiovisual del entorno, por el saber mirar, saber escuchar, por un ejercicio de lucidez sobre nuestra percepción auditiva y visual, por procesos de narratividad a partir de la propia vida, etc. Pero no, no hay pronunciamiento sobre esto. No se nos crea ni despierta ni la necesidad ni la responsabilidad sobre este tipo de procesos.
Y en segundo lugar, si este milagro ocurriera y nos naciera la necesidad, tampoco podemos acceder con naturalidad a profesionales cinematográficos cercanos que nos ayuden a crear nuestra propia filmografía local. A ver, si no, qué ayuntamiento promueve la necesidad de crear su propia filmografía, en sus calles, sus rincones, sus hábitos, sus gentes, sus conflictos y exhibir esos films en un local del propio lugar, como acontecimiento social.
El/la cineasta de un Nuevo Cine Popular, serían figuras de referencia que tendría labores muy precisas. Imaginemos algunas (no se necesita mucho):
- Promovería en sitios específicos, entre personas concretas la confección de películas. - Transmitiría de manera constante y horizontal, inmerso en la realidad local, sus conocimientos técnicos y saberes teóricos para hacerlas.
- Capacitaría en la labor audiovisual por entrega directa de medios de producción para los films concretos que se desarrollen in situ.
- Crearía espacios nuevos de relación humana a partir de la creación de los films.
- Provocaría prácticas sociales inhabituales: escucha, procesos colectivo de decisiones sobre qué grabar, cómo, dónde, a quién, por qué, ejercitamiento de la memoria, la fantasía compartida.
- Sus propias creaciones devolverían partes de la vida local de las personas ofreciendo el estimulante espejo de la representación fílmica.
- Ayudaría a desarrollar capacidades latentes de narración.
- Fomentaría la recuperación y debates sobre historias y relatos propios que se podrían transmitir entre grupos y generaciones diferentes.
- Contribuiría a la existencia de una memoria audiovisual local que permitiría a generaciones futuras conocer su pasado viendo a sus protagonistas y escuchándolos en su realidad, sus imaginaciones, sus preocupaciones de otras épocas.
Y así podríamos seguir, claro. Ya lo desarrollaremos con mayor precisión.
Pero nos preguntamos: ¿Tan difícil sería el desarrollo de una figura así? ¿Acaso estamos planteando algo tan descabellado? ¿O lo descabellado es vivir en una sociedad que no solo no lo permite si no que es su verdadero obstáculo?
Mientras, por nuestra parte, lo iremos haciendo.
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