domingo, 21 de marzo de 2010
Notas sobre la ambigüedad política y las trampas del montaje cinematográfico.
La semana pasada mencionábamos la entrevista donde Alexander Medvedkin comentaba asuntos del cine tren.
La frase que seguía a la que citamos en esa ocasión es la siguiente: "A menudo usábamos la sátira en nuestro trabajo. Encontrábamos la cara divertida de una mala organización, de la incompetencia y el alcoholismo. A la larga, la risa se convirtió en una de nuestras mejores armas".
Nos gustaría compartir algo significativo que nos ha ocurrido con el montaje de una secuencia sobre la grabación del Carnaval que organizaron varias asociaciones de Tetuán y que nosotros acudimos a grabar.
Dada una serie de dificultades de organización, el Carnaval se llevó a cabo con algunos momentos muertos, con confusión sobre las cosas planificadas, con algunas pérdidas de tiempo y descontrol, típicos de este tipo de eventos. A la vez se vivió con mucho entusiasmo y algarabía.
Cuando montamos la escena para devolverla al grupo de la Asociación, utilizamos casi automáticamente ciertos elementos de montaje que nos son habituales. Dado que trabajamos con una sola cámara tuvimos que forzar el material para obtener algunos resultados.Comenzamos a buscar determinados hilos de acción, rompimos el tiempo para encadenar gestos y actitudes desplazándolos de un sitio a otro buscando mayor efectividad, intercambiamos planos ocurridos en momentos diferentes para enlazar o acelerar acciones, colocamos fundidos que dieran otra noción de tiempo y así transformamos aquellos brutos, en una secuencia continua de 15 minutos de unos hechos que se desarrollaron en poco más de dos horas.
Queríamos reflejar el entusiasmo que los y las protagonistas parecían haber vivido haciendo una especie de resumen efectivo de lo que teníamos grabado. Como montadores nos quedamos satisfechos después de batallar con un material caótico porque habíamos obtenido sobre todo continuidad y dinamismo en la secuencia.
Al ver el trabajo con otros dos compañeros que ya conocen este tipo de eventos, vimos que podía ser una oportunidad para plantear un poco de debate sobre el contenido de lo popular de este tipo de manifestaciones y de ciertos eslóganes, intenciones, discursos y lugares comunes que se originaron allí, en un acontecimiento que pretendía ser una alternativa al carnaval oficial del Ayuntamiento de Madrid.
Al final, cuando otra compañera que no había participado en el Carnaval lo vio, la tarde anterior al visionado, se quedó con la impresión de que aquello había sido una buenísima y animada fiesta donde todo había salido muy bien y dónde lamentaba no haber estado.
Nos dimos cuenta de que las operaciones del montaje nos habían jugado una mala pasada. Si realmente teníamos intenciones de llevar a debate algunos asuntos, las imágenes que construimos, no solo no conflictuaban ese tipo de asuntos como para facilitar la discusión, sino que crearon una falsa imagen de lo que ocurrió. Mientras en la realidad hubo desconcierto organizativo, en nuestro montaje había orden y eficacia; mientras en la realidad habían tiempos de dispersión y confusión, en nuestro montaje había continuidad; mientras en la realidad había habido cierto ausentismo y temores dado que no había permiso para realizar la marcha, en nuestro montaje todo era fluidez y algarabía; mientras en la realidad era la hora y nadie había llegado aún al lugar y se temía que no se hiciera, en nuestro montaje había un arranque calmo, lleno de primeros planos de máscaras, caras pintadas, saltos, gritos y un montón de personas ya agrupadas para partir con plena seguridad hacia los puntos fijados.
¿Qué diablos habíamos montado entonces como reflejo del “Carnaval Popular” al que habíamos asistido? Nos preguntamos.
El montaje es siempre la manipulación de bloques de tiempo, de espacio y de acciones. No cabe duda. Puede contar lo que queramos. Partimos de este hecho. Pero en nuestro caso, el fallo consistió en la pasividad tanto del registro como del montaje. Fuimos y montamos si una postura clara de para qué elaborar esa secuencia. Si queríamos aproximarnos a la realidad para discutir sobre ella, deberíamos haber montado también los conflictos, la desazón, las esperas, los momentos en que no funcionaba la música y muchas otras cosas que también ocurrieron. Nos faltó honestidad y claridad política a la hora de grabar y de montar.
La microscopía del lenguaje cinematográfico nos enseña una ingeniería peligrosa que puede traicionarnos y puede hacer funcionar un material por sí mismo utilizándonos como intermediarios técnicos de una ideología que no es la nuestra si no tenemos una postura política clara.
Ocultamos una parte de la realidad conflictiva llevados por las técnicas habituales de manipulación de un material audiovisual, pensado posiblemente para un espectador tipo al que se debe mantener atento, expectante, entretenido.
Días después fue que nos encontramos con la frase de Medvedkin que citábamos al principio sobre el uso de la sátira en sus trabajos del cine tren. Nos llamó la atención porque veíamos en aquel comentario, la autoridad de quien tiene una intención política clara y no la oculta. Según su testimonio querían poner de manifiesto ciertos asuntos para crear la discusión y no titubeaban en mostrarlos. Nosotros, en cambio, buscábamos efectividad temporal y continuidad de acción cayendo en la ideología de la seducción del espectador.
Esa ingeniería, aplicada sin una actitud o una intencionalidad política, parece que puede funcionar sola y dinamizar un material de una manera, quizá hasta contraria a nuestras pretensiones. Son los hábitos aprendidos de la ideología del montaje cuando se pierde la función política, esa cosa que en el cine y en el arte en general da tanto nervio postmoderno nombrar: la postura política del creador.
Todo el cine tiene intencionalidad política. Cuando se pierde aquella vieja pregunta que comenzó a minar el trabajo de Jorge Sanjinés en 1960: ¿para quiénes íbamos a hacer cine? ,que también supuso luego ¿cómo lo hacemos? el Relato que sigue en sus textos nos sigue desafiando: “Cuando salíamos a las calles de la ciudad o a recorrer los caminos polvorientos del altiplano en busca de imágenes, y con la mirada abierta... chocábamos con una verdad despiadada e innegable: el dolor del pueblo, las diferencias, los terribles contrastes. En fin, era la verdadera Bolivia que nos comenzaba a doler y a mirar ella a través de nuestros propios ojos. Pero veíamos también la decisión de nuestro pueblo de liberarse, su capacidad de organización, su experiencia combativa, su coraje y dignidad. Por lo tanto la respuesta a esa pregunta capital no se hizo esperar y decidimos hacer un cine dirigido al pueblo boliviano, un cine que le fuera útil, que le sirviera. Así nació el Grupo Ukamau con un propósito claro de cumplir una tarea social que a medida que se fue profundizando tuvo que adquirir los contornos de una tarea política.”
Obviamente que no nos vamos a inventar ahora, anacrónicamente, un pueblo sufriente en mitad de Madrid como el boliviano, pero sí nos cuestiona la fibra de la actitud política. ¿Para quién y cómo estamos trabajando? ¿Para qué devolvemos las imágenes? ¿Cuál es nuestra posición política en cada momento? Para desaparecer como autores, hay que tener claro qué discurso y postura tenemos frente a los hechos.
Siempre que adjuntamos lo político a la palabra cine, o hablamos de función social, o función política, parece invadirnos un no sé qué fantasma venido del más allá del capital y el más acá de la historiografía y la crítica cinematográfica dominante que se han empecinado en ubicar lo político del cine en un casillero aparte como si gastar 50 millones de euros en financiar las neurosis narrativas de un director no fuera un asunto escandalosamente político y no cumpliera una función social precisa y estratégica de distracción política.
Por eso nuestro error de montaje nos hace pensar en nuestra actitud de atención permanente a lo político, nos pone alerta. No estamos haciendo cine para contar ambigua y decorativamente los hechos. La postura política tiene que ver con la voluntad de incidencia y de intervención en lo social y es la que determina el hecho narrativo, formal y estético de un montaje. Para desaparecer como dispositivo autoral primero tenemos que manifestarnos como tal, exponiéndonos en nuestras intenciones en el material que presentamos a la gente, para transformarlo colectivamente en otra cosa que nos represente mejor y nos conmueva una vez más para la reacción y la organización social en torno al hecho cinematográfico.
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Muy intresante el post. Ya lo dijo Godard, la cuestión del cine es el montaje; cuánto dura un plano? Me gustaría conocer, segurmanete ya lo hicieron o tal vez más adelante, cómo se presentarían estos problemas en la gestación de cine de ficción, cómo hacer un cine política sin hacer realismo socialista, tal vez a la manera de Pedro Costa, como quiere Ranciére, yo cuantas más pelícualas veo más lo pienso, y sus experiencias y reflexiones de primera mano son un estimulante para ello. En fin, un saludo desde buenos aires.
ResponderEliminarCon realismo socialista me refiero a un realismo social ingenuo, pedagógico, de una supuesta minoría iluminada que le "conduce" de algun modo al pueblo, está es la otra pata de la trampa que muchas veces se sirve del mismo dispositivo de montaje que ustedes mencionan les salió casi automaticamente y les ha surgido poner en entredicho.
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