Hemos hablado muchas veces aquí de que vamos formulando pistas, hallazgos e incertidumbres sobre la desaparición del autor, del cineasta, en una creación colectiva. O de su disolución como subjetividad propietaria en beneficio de una apropiación del hacer cinematográfico por parte de personas cualquiera.
Una de las cosas que nos ha hecho reflexionar bastante en las últimas semanas, viene de las reacciones ante las piezas que hemos venido creando y visionando con el grupo de personas de Tetuán. Ante alguna hemos visto surgir un debate inmediato y en otras ha costado más. Los documentos fílmicos (las secuencias sobre lo grabado que montamos transitoriamente para el debate), nos permiten observar juntos lo que hemos hecho para rodar la secuencia, la relación realizadores-no realizadores, si supimos captar la idea de los, las protagonistas, si estos se ven en lo que montamos luego, etc.
Ante esa diferencia de reacciones, y dado que las piezas las montamos sobre todo dos personas, cada una con su gusto cinematográfico, su sello de autor (porque ya el montaje, por más elemental que sea tiene carácter autoral), decidimos explotar esa diferencia autoral y hacerla más evidente. Es decir, que vamos a probar piezas diferentes que tengan una marca autoral bien clara, y demostrar que con el mismo material grabado, dos realizadores pueden hacer dos documentos muy distintos tanto en forma como en contenido.
Vemos que las piezas largas, por ejemplo, (hemos presentado alguna de más de 30 minutos que más otras secuencias que le seguían provocan una hora de visionado), acercan demasiado a la posición convencional del espectador que ve una película y luego siente pereza de debatir porque se siente fuera de la realización. Y al contrario, piezas cortas incitan rápidamente a la opinión, dado que el material exhibido no produce el efecto de expectación pasiva al que las películas nos acostumbran. Se termina pronto y despierta ganas de entrar en el material.
Una narrativa larga, otro ejemplo, que sigue los hechos de forma lenta, plano a plano, más bien contemplativa y sin demasiado posicionamiento fuera de lo estético, permite ejercer mejor de espectador pasivo que disfruta de lo que ve; mientras que una pieza fragmentaria, ágil, dinámica y más efectista, donde el realizador explicita su punto de vista de manera clara, provoca y hasta puede irritar si se disiente, cosa que siempre estimula el debate.
La decisión que hemos tomado, es comenzar a hacer dos piezas de un mismo material. Creemos que esto permitirá observar que un montaje siempre es subjetivo, basado en la visión y capacidad de quien lo realiza y que permite al cineasta explorar su necesidad de expresión personal en busca de una comunicación directa con el grupo de personas.
Donde se acaba el viejo cine de autor -en este momento de exhibición a “espectadores cualquiera” con los que el cineasta entablaba apenas unas horas de relación (en el caso extremo de un debate posterior a la película, cuando lo hay y si el director asiste)- nosotros comenzamos el camino de exploración del o la realizadora que busca comunicar para coproducir sus próximas secuencias. Algo así como una búsqueda de la estética común a partir la particular estética de realizador individual, puesta bajo sospecha por él y el grupo.
Por eso decíamos alguna otra vez que la creatividad colectiva, lejos de castrar las búsquedas personales del autor individual, suelen desafiarle y aumentarle las exigencias y la imaginación. Asimismo provoca la inclusión de otros u otras realizadoras que ven un campo de expresión confrontada, también y se aleja de quienes solo quieren hacer su idea desde su reducida privacidad.
Cuando devolvemos una pieza ( y ahí podemos lucirnos y poner todo nuestro saber y gusto, nuestro superego de artistas y toda esa herencia-) lo que sucede es que se enriquecen los puntos de vista, se amplían, salen otras ideas, se extienden las posibilidades en las opiniones y propuestas del común, la posibilidades de seguir grabando personas y escenas, etc. Pero la pieza autoral queda hecha. No la destruimos. Es solo un camino en pos de la estética común. De ahí el relativismo que le damos a lo autoral privado y particular, dado que al no imponer nuestra pieza como “la representación” de lo que los demás quieren, nuestra “joya personal”, a la que dedicamos en algunos casos mucho tiempo, pues queda allí como un paso, un documento de transición, en un camino más extenso que es, justamente, el sinautoral, el proceso que sigue más allá de nuestra pieza.
La capacidad autoral, nuestro oficio de grabar, montar, editar, etc, es un servicio puesto al común permanentemente. En la primer pieza que abrió la experiencia en Tetuán, Daniel Goldmann, nuestro compañero, pasó tiempo grabando esporádicamente cosas que le llamaban la atención del barrio, y luego le dedicó bastante tiempo a montar solo 15 minutos de esas ideas sueltas con su visión de autor. Su trabajo de meses se expuso en la Asociación de la Ventilla ante unas treinta personas y al colectivizar el proceso, su pieza fue arrastrada por un temporal de 22 propuestas a seguir. Pero su pieza está ahí y es algo que en otros sitios se ha podido ver como pieza aislada. Pero lo importante es que un año después, a partir de aquella pieza autoral hoy andamos grabando personas y asuntos en el barrio, metiéndonos en casas y mercados. Ahora mismo crece la oferta de personas que están dispuestas a protagonizar escenas, se va estabilizando un grupo que participa en contactar, anunciar los eventos, buscar relaciones, visionar las piezas, llamar para avisar de cosas que suceden, etc. Aquella pieza autoral que Dani expuso para sinautorar, para colectivizar, desencadenó el proceso en que hoy estamos y que solo tiene miras de crecer por lo que vamos viviendo. Desató organización social en torno al hecho cine. Esto es para nosotros determinante.
Ésa es la relación que vivimos entre el autor que decide sinautorar su proceso y que abandona el camino de la propiedad privada particular. Los creadores somos tan egocéntricos que no queremos que se nos diga nada, que se nos critique nada, creemos siempre estar cerca de no sé que genialidad que todo el mundo admirará por fin y aceptamos todas las críticas de otros profesionales siempre que estén en el equipo (y más si hay una relación monetaria) o si son profesionales de reconocido prestigio. Entre el gueto, es claro que nos admiramos todos una barbaridad aunque no nos digamos demasiado la opinión de fondo. Pero eso de andar exponiendo y desarmando nuestra obra con doña juana la jubilada o josé el del taller, o ana la adolescente de ahí a la vuelta, bueno, eso ya, es otro asunto.
El camino de lo sinautoral potencia al cineasta de una manera singular.
Debemos ser honestos y decir que no todo son ventajas. Los inconvenientes que tiene toda esta operativa son claros: los, las realizadoras pierden esa diferenciación social y el aura que caracteriza a los creadores, se pierde posibilidad de ascenso en el camino de la fama personal (nunca nos aplaudirán en los festivales internacionales dado que en el caso de que alguna vez, una película pueda circular por ahí, siempre irá otra gente distinta a nosotros en representación). Además, la gente nos pierde el respeto de artistas, claro, ya que nos pueden decir cualquier cosa y nosotros sospechamos de nuestras ideas permanentemente. Nuestro escenario de vida es nuestro escenario de rodaje, con lo cual se pierde el misterio de extranjero que llega con su equipo y su séquito de sabios. Vamos, sí, que las desventajas son abrumadoras y podrían resumirse en una: al final, nos tratarán como y nos convertiremos en personas comunes, y esto, para quienes aspirábamos a que nuestro ser artista ocupara podios, recibiera aplausos, aumentara nuestras cuentas y lograramos la admiración del mundo del cine convirtiéndonos en objetos de culto, no cabe duda, es lo más horrible que nos pudiera pasar. Si hasta ganas de llorar le vienen a uno. Para qué tanto estudio y tanta creación si al final, uno es igual que el Peruchia, un viejo de Tetuán que está armando un barco y fabrica bicicletas en un taller del que siempre le están por echar. No es justo. Para él digo, que hace un trabajo formidable. Le grabaremos en mayo.
Una de las cosas que nos ha hecho reflexionar bastante en las últimas semanas, viene de las reacciones ante las piezas que hemos venido creando y visionando con el grupo de personas de Tetuán. Ante alguna hemos visto surgir un debate inmediato y en otras ha costado más. Los documentos fílmicos (las secuencias sobre lo grabado que montamos transitoriamente para el debate), nos permiten observar juntos lo que hemos hecho para rodar la secuencia, la relación realizadores-no realizadores, si supimos captar la idea de los, las protagonistas, si estos se ven en lo que montamos luego, etc.
Ante esa diferencia de reacciones, y dado que las piezas las montamos sobre todo dos personas, cada una con su gusto cinematográfico, su sello de autor (porque ya el montaje, por más elemental que sea tiene carácter autoral), decidimos explotar esa diferencia autoral y hacerla más evidente. Es decir, que vamos a probar piezas diferentes que tengan una marca autoral bien clara, y demostrar que con el mismo material grabado, dos realizadores pueden hacer dos documentos muy distintos tanto en forma como en contenido.
Vemos que las piezas largas, por ejemplo, (hemos presentado alguna de más de 30 minutos que más otras secuencias que le seguían provocan una hora de visionado), acercan demasiado a la posición convencional del espectador que ve una película y luego siente pereza de debatir porque se siente fuera de la realización. Y al contrario, piezas cortas incitan rápidamente a la opinión, dado que el material exhibido no produce el efecto de expectación pasiva al que las películas nos acostumbran. Se termina pronto y despierta ganas de entrar en el material.
Una narrativa larga, otro ejemplo, que sigue los hechos de forma lenta, plano a plano, más bien contemplativa y sin demasiado posicionamiento fuera de lo estético, permite ejercer mejor de espectador pasivo que disfruta de lo que ve; mientras que una pieza fragmentaria, ágil, dinámica y más efectista, donde el realizador explicita su punto de vista de manera clara, provoca y hasta puede irritar si se disiente, cosa que siempre estimula el debate.
La decisión que hemos tomado, es comenzar a hacer dos piezas de un mismo material. Creemos que esto permitirá observar que un montaje siempre es subjetivo, basado en la visión y capacidad de quien lo realiza y que permite al cineasta explorar su necesidad de expresión personal en busca de una comunicación directa con el grupo de personas.
Donde se acaba el viejo cine de autor -en este momento de exhibición a “espectadores cualquiera” con los que el cineasta entablaba apenas unas horas de relación (en el caso extremo de un debate posterior a la película, cuando lo hay y si el director asiste)- nosotros comenzamos el camino de exploración del o la realizadora que busca comunicar para coproducir sus próximas secuencias. Algo así como una búsqueda de la estética común a partir la particular estética de realizador individual, puesta bajo sospecha por él y el grupo.
Por eso decíamos alguna otra vez que la creatividad colectiva, lejos de castrar las búsquedas personales del autor individual, suelen desafiarle y aumentarle las exigencias y la imaginación. Asimismo provoca la inclusión de otros u otras realizadoras que ven un campo de expresión confrontada, también y se aleja de quienes solo quieren hacer su idea desde su reducida privacidad.
Cuando devolvemos una pieza ( y ahí podemos lucirnos y poner todo nuestro saber y gusto, nuestro superego de artistas y toda esa herencia-) lo que sucede es que se enriquecen los puntos de vista, se amplían, salen otras ideas, se extienden las posibilidades en las opiniones y propuestas del común, la posibilidades de seguir grabando personas y escenas, etc. Pero la pieza autoral queda hecha. No la destruimos. Es solo un camino en pos de la estética común. De ahí el relativismo que le damos a lo autoral privado y particular, dado que al no imponer nuestra pieza como “la representación” de lo que los demás quieren, nuestra “joya personal”, a la que dedicamos en algunos casos mucho tiempo, pues queda allí como un paso, un documento de transición, en un camino más extenso que es, justamente, el sinautoral, el proceso que sigue más allá de nuestra pieza.
La capacidad autoral, nuestro oficio de grabar, montar, editar, etc, es un servicio puesto al común permanentemente. En la primer pieza que abrió la experiencia en Tetuán, Daniel Goldmann, nuestro compañero, pasó tiempo grabando esporádicamente cosas que le llamaban la atención del barrio, y luego le dedicó bastante tiempo a montar solo 15 minutos de esas ideas sueltas con su visión de autor. Su trabajo de meses se expuso en la Asociación de la Ventilla ante unas treinta personas y al colectivizar el proceso, su pieza fue arrastrada por un temporal de 22 propuestas a seguir. Pero su pieza está ahí y es algo que en otros sitios se ha podido ver como pieza aislada. Pero lo importante es que un año después, a partir de aquella pieza autoral hoy andamos grabando personas y asuntos en el barrio, metiéndonos en casas y mercados. Ahora mismo crece la oferta de personas que están dispuestas a protagonizar escenas, se va estabilizando un grupo que participa en contactar, anunciar los eventos, buscar relaciones, visionar las piezas, llamar para avisar de cosas que suceden, etc. Aquella pieza autoral que Dani expuso para sinautorar, para colectivizar, desencadenó el proceso en que hoy estamos y que solo tiene miras de crecer por lo que vamos viviendo. Desató organización social en torno al hecho cine. Esto es para nosotros determinante.
Ésa es la relación que vivimos entre el autor que decide sinautorar su proceso y que abandona el camino de la propiedad privada particular. Los creadores somos tan egocéntricos que no queremos que se nos diga nada, que se nos critique nada, creemos siempre estar cerca de no sé que genialidad que todo el mundo admirará por fin y aceptamos todas las críticas de otros profesionales siempre que estén en el equipo (y más si hay una relación monetaria) o si son profesionales de reconocido prestigio. Entre el gueto, es claro que nos admiramos todos una barbaridad aunque no nos digamos demasiado la opinión de fondo. Pero eso de andar exponiendo y desarmando nuestra obra con doña juana la jubilada o josé el del taller, o ana la adolescente de ahí a la vuelta, bueno, eso ya, es otro asunto.
El camino de lo sinautoral potencia al cineasta de una manera singular.
Debemos ser honestos y decir que no todo son ventajas. Los inconvenientes que tiene toda esta operativa son claros: los, las realizadoras pierden esa diferenciación social y el aura que caracteriza a los creadores, se pierde posibilidad de ascenso en el camino de la fama personal (nunca nos aplaudirán en los festivales internacionales dado que en el caso de que alguna vez, una película pueda circular por ahí, siempre irá otra gente distinta a nosotros en representación). Además, la gente nos pierde el respeto de artistas, claro, ya que nos pueden decir cualquier cosa y nosotros sospechamos de nuestras ideas permanentemente. Nuestro escenario de vida es nuestro escenario de rodaje, con lo cual se pierde el misterio de extranjero que llega con su equipo y su séquito de sabios. Vamos, sí, que las desventajas son abrumadoras y podrían resumirse en una: al final, nos tratarán como y nos convertiremos en personas comunes, y esto, para quienes aspirábamos a que nuestro ser artista ocupara podios, recibiera aplausos, aumentara nuestras cuentas y lograramos la admiración del mundo del cine convirtiéndonos en objetos de culto, no cabe duda, es lo más horrible que nos pudiera pasar. Si hasta ganas de llorar le vienen a uno. Para qué tanto estudio y tanta creación si al final, uno es igual que el Peruchia, un viejo de Tetuán que está armando un barco y fabrica bicicletas en un taller del que siempre le están por echar. No es justo. Para él digo, que hace un trabajo formidable. Le grabaremos en mayo.
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