En su primera historia, digamos que su casi siglo de pre-tecnología digital, el cine, tuvo una característica común que atraviesa todo su desarrollo: se hizo de acuerdo a cómo las minorías productoras gestionaron tanto su producción como su explotación.
Alguna vez hablamos aquí de cómo fueron variando los equipos o cadenas industriales profesionales que lo produjeron, que son los que le han proporcionado la variedad estética, diversidad de intereses, contrariedad de objetivos que ha tenido. Las propias luchas del cine se han establecido siempre entre diferentes minorías de poder, movimientos o personalidades fuertes que han desarrollado sus obras en una dinámica de disputa por zonas de población, (consumidores para unos, público para otros).
Dicen que René Clair dijo en 1927:“Hay quien sonríe cuando se habla de la muerte del Cine. No bromeo, al cine lo matará el dinero”.
Si esta profecía fue dicha así, a la luz de los acontecimientos debería ya ser rectificada. Es evidente que al cine no lo mató el dinero. Es evidente, también, que en realidad el cine ha vivido gracias al dinero. Y parece lejana la posibilidad de que tenga una muerte súbita. Quizá lo que escondía de verdad esa frase era que “un día, por fin, el cine escaparía al caprichoso embrujo del dinero y ese viejo cine perdería poder e influencia”. Y esto sí lo hemos ido presenciando.
Y entendemos que cualquiera que como Clair haya hecho cine (y lo siga haciendo) a la vieja manera de las minorías, solo pueda imaginar su desaparición vinculada al propio dinero. Así lo creían los antiguos. El dinero no solo le permitió existir sino que parecía ser el único capaz de destruirlo. Todos sabemos que un film sostenido por una inversión de dinero se paraliza si se corta el flujo de la inversión.
Si tomáramos al viejo cine como una gran película rodada a lo largo de todo el globo durante casi 100 años, valdría pensarlo así: si no consigue inversiones se detendrá, se irá interrumpiendo en diferentes localidades como el apagón progresivo de una ciudad a la cual se le corta el suministro de energía. Y al igual que en la industria musical, saldrán (ya lo hacen), los soldados de esta empresarial manera de hacerlo a decirnos: ¡se acaba el cine, se acaba el cine! Y uno les contesta: uy, si, si, claro... ¡se te acaba el negocio, se te acaba el negocio!
Cuando aquí le llamamos viejo cine, no es porque pensemos ingenuamente que enunciándolo como pasado pueda convertirse en pasado y morir. Este dichoso Fin se ha tornado tema recurrente e inútil lugar común en ciertas reflexiones. Que el cine no se ha acabado y ni siquiera está a punto de acabarse, es una evidencia.
Preferimos pensar que se está acabando una forma de producirlo. Puede resultar más útil resaltar que se ha modificado seriamente el escenario y las reglas del juego en las que se desarrolló el oficio.
Este convive ahora con un mosaico de prácticas diversas de producción audiovisual que han hecho posible la ruptura con aquel “viejo cine de minorías”.
Y es bueno advertir que dicha ruptura no es una situación de hecho consumado, sino una inicial situación de posibilidad. Si investigamos mínimamente la historia del cine podemos conocer con bastante precisión cómo y quiénes lo crearon, distribuyeron y explotaron.
Más confuso se hace imaginar con la misma precisión su futuro e incluso su situación presente.
Si la primera historia del cine estuvo marcada por una batalla entre minorías que se disputaron la distribución y exhibición de sus films a la conquista de espectadores, creemos que la batalla se traslada, ahora y además, al campo de la producción de películas, porque ¿quién producirá las películas del presente siglo? por no preguntarnos también ¿qué es una película en el siglo XXI?
Lo decimos porque el siglo pasado consideró película tanto a los pocos segundos que duraban los primeros films de los Lumière como a las sagas de George Lucas. Si en la segunda historia mantenemos este concepto de duración, cualquier pieza de You tube podría ser considerada un film de cine de su segunda historia, de su era digital. Muchos de stos fragmentos de red, tampoco están tan alejados de aquellos primeros films domésticos de los Lumière, que comenzaron grabando documentalmente segundos de su entorno y su propia familia.
La nueva imagen audiovisual del siglo XXI la están produciendo una legión de productores espontáneos a partir de una variedad de dispositivos. Ya no es un asunto de minorías identificables.
Si el siglo XX comenzó con la mirada alucinada de aquel incipiente espectador que se asombraba al ver como unos pocos operarios de las casas matrices ponían su cinematógrafo delante de la realidad, revelaban aquella fotografía y proyectaban sus deslumbrantes imágenes en movimiento; el siglo XXI se despertó contemplando una legión de productores que fabrican y ponen en circulación una cantidad inabarcable de fragmentos y piezas audiovisuales.
La potencia social del acto ha aumentado en términos cuantitativos y cualitativos.
Los “cinematógrafos de la era digital” (cámaras de todo tipo y tamaño, independientes o incrustadas en otros dispositivos - ordenadores, móviles, etc-) están en manos de una gran parte de la población y no solamente de unos privilegiados.
Por eso nos preguntamos: ¿quién produce entonces hoy las imágenes que le pertenecieron en exclusividad al cine?
Mientras, este viejo negocio, sigue transformándose para mantener su rentabilidad. Sabe que hoy compite también en el terreno de la producción, con una legión de productores anónimos e incontrolables. Sigue con sus intentos de espectacularización, tratando de mantener la vieja hipnosis, ofreciéndonos realidades virtuales de costos millonarios, a ver si conserva a los espectadores conectados a su pantalla. A esa pantalla que se ha fugado en una diseminación sin precedentes hacia otras que ya no son exclusividad de las minorías.
Tenemos un nuevo potencial socio-audiovisual: ha aparecido el productor espontáneo. Tenemos una gran carencia: esa producción audiovisual no se produce organizadamente.
Pero ¿por qué debe organizarse ese nuevo productor -dirá alguno- y no dejar que siga fabricando así sin más?
Porque la imagen del productor minoritario siempre se ha producido organizadamente alrededor del negocio, en equipos de producción variables y con sentidos económicos y políticos fuertemente establecidos. Eso es lo que la ha convertido en imagen poderosa, hegemónica, capaz de colonizar.
Tenemos un viejo cine al que le siguen siendo beneficiosos millones de productores individuales, como le fue beneficioso tener millones de espectadores pasivos individuales que solo convergían masivamente a las exhibiciones en salas.
La aparición del “productor espontáneo” es una posibilidad de reacción y organización social distinta en torno a la representación audiovisual, pero solo si asumimos el nada nuevo desafío de trabajar en el desarrollo de una nueva conciencia sobre la producción cinematográfica. Nuestra actitud política, como cineastas y videocreadores en general, debe llevarnos a un trabajo serio que facilite a esta legión de productores y productoras espontáneas, comprobar que no es suficiente con crear y poner a circular sus piezas en solitario. El verdadero potencial social requiere diseñar caminos para que un nuevo cine emerja de la organización social de estos productores y productoras cualquiera.
Ya conocemos de sobra las películas que durante casi un siglo nos han impuesto las minorías del negocio y la subjetividad autoral. Ya conocemos sus intereses, sus temas, sus narrativas, sus estéticas, sus estrategias de beneficios privados. Estos tiempos han abierto la posibilidad de ver qué imágenes cinematográficas podrían llegar a hacer una multitud de colectivos y grupos sociales si encuentran los caminos para organizarse en torno a esa creación. Nosotros trabajamos para esa Segunda Historia del Cine creyendo que, si este se ha sabido emancipar del embrujo del dinero, debería liberarse también de la propiedad capitalista de sus minorías.
Alguna vez hablamos aquí de cómo fueron variando los equipos o cadenas industriales profesionales que lo produjeron, que son los que le han proporcionado la variedad estética, diversidad de intereses, contrariedad de objetivos que ha tenido. Las propias luchas del cine se han establecido siempre entre diferentes minorías de poder, movimientos o personalidades fuertes que han desarrollado sus obras en una dinámica de disputa por zonas de población, (consumidores para unos, público para otros).
Dicen que René Clair dijo en 1927:“Hay quien sonríe cuando se habla de la muerte del Cine. No bromeo, al cine lo matará el dinero”.
Si esta profecía fue dicha así, a la luz de los acontecimientos debería ya ser rectificada. Es evidente que al cine no lo mató el dinero. Es evidente, también, que en realidad el cine ha vivido gracias al dinero. Y parece lejana la posibilidad de que tenga una muerte súbita. Quizá lo que escondía de verdad esa frase era que “un día, por fin, el cine escaparía al caprichoso embrujo del dinero y ese viejo cine perdería poder e influencia”. Y esto sí lo hemos ido presenciando.
Y entendemos que cualquiera que como Clair haya hecho cine (y lo siga haciendo) a la vieja manera de las minorías, solo pueda imaginar su desaparición vinculada al propio dinero. Así lo creían los antiguos. El dinero no solo le permitió existir sino que parecía ser el único capaz de destruirlo. Todos sabemos que un film sostenido por una inversión de dinero se paraliza si se corta el flujo de la inversión.
Si tomáramos al viejo cine como una gran película rodada a lo largo de todo el globo durante casi 100 años, valdría pensarlo así: si no consigue inversiones se detendrá, se irá interrumpiendo en diferentes localidades como el apagón progresivo de una ciudad a la cual se le corta el suministro de energía. Y al igual que en la industria musical, saldrán (ya lo hacen), los soldados de esta empresarial manera de hacerlo a decirnos: ¡se acaba el cine, se acaba el cine! Y uno les contesta: uy, si, si, claro... ¡se te acaba el negocio, se te acaba el negocio!
Cuando aquí le llamamos viejo cine, no es porque pensemos ingenuamente que enunciándolo como pasado pueda convertirse en pasado y morir. Este dichoso Fin se ha tornado tema recurrente e inútil lugar común en ciertas reflexiones. Que el cine no se ha acabado y ni siquiera está a punto de acabarse, es una evidencia.
Preferimos pensar que se está acabando una forma de producirlo. Puede resultar más útil resaltar que se ha modificado seriamente el escenario y las reglas del juego en las que se desarrolló el oficio.
Este convive ahora con un mosaico de prácticas diversas de producción audiovisual que han hecho posible la ruptura con aquel “viejo cine de minorías”.
Y es bueno advertir que dicha ruptura no es una situación de hecho consumado, sino una inicial situación de posibilidad. Si investigamos mínimamente la historia del cine podemos conocer con bastante precisión cómo y quiénes lo crearon, distribuyeron y explotaron.
Más confuso se hace imaginar con la misma precisión su futuro e incluso su situación presente.
Si la primera historia del cine estuvo marcada por una batalla entre minorías que se disputaron la distribución y exhibición de sus films a la conquista de espectadores, creemos que la batalla se traslada, ahora y además, al campo de la producción de películas, porque ¿quién producirá las películas del presente siglo? por no preguntarnos también ¿qué es una película en el siglo XXI?
Lo decimos porque el siglo pasado consideró película tanto a los pocos segundos que duraban los primeros films de los Lumière como a las sagas de George Lucas. Si en la segunda historia mantenemos este concepto de duración, cualquier pieza de You tube podría ser considerada un film de cine de su segunda historia, de su era digital. Muchos de stos fragmentos de red, tampoco están tan alejados de aquellos primeros films domésticos de los Lumière, que comenzaron grabando documentalmente segundos de su entorno y su propia familia.
La nueva imagen audiovisual del siglo XXI la están produciendo una legión de productores espontáneos a partir de una variedad de dispositivos. Ya no es un asunto de minorías identificables.
Si el siglo XX comenzó con la mirada alucinada de aquel incipiente espectador que se asombraba al ver como unos pocos operarios de las casas matrices ponían su cinematógrafo delante de la realidad, revelaban aquella fotografía y proyectaban sus deslumbrantes imágenes en movimiento; el siglo XXI se despertó contemplando una legión de productores que fabrican y ponen en circulación una cantidad inabarcable de fragmentos y piezas audiovisuales.
La potencia social del acto ha aumentado en términos cuantitativos y cualitativos.
Los “cinematógrafos de la era digital” (cámaras de todo tipo y tamaño, independientes o incrustadas en otros dispositivos - ordenadores, móviles, etc-) están en manos de una gran parte de la población y no solamente de unos privilegiados.
Por eso nos preguntamos: ¿quién produce entonces hoy las imágenes que le pertenecieron en exclusividad al cine?
Mientras, este viejo negocio, sigue transformándose para mantener su rentabilidad. Sabe que hoy compite también en el terreno de la producción, con una legión de productores anónimos e incontrolables. Sigue con sus intentos de espectacularización, tratando de mantener la vieja hipnosis, ofreciéndonos realidades virtuales de costos millonarios, a ver si conserva a los espectadores conectados a su pantalla. A esa pantalla que se ha fugado en una diseminación sin precedentes hacia otras que ya no son exclusividad de las minorías.
Tenemos un nuevo potencial socio-audiovisual: ha aparecido el productor espontáneo. Tenemos una gran carencia: esa producción audiovisual no se produce organizadamente.
Pero ¿por qué debe organizarse ese nuevo productor -dirá alguno- y no dejar que siga fabricando así sin más?
Porque la imagen del productor minoritario siempre se ha producido organizadamente alrededor del negocio, en equipos de producción variables y con sentidos económicos y políticos fuertemente establecidos. Eso es lo que la ha convertido en imagen poderosa, hegemónica, capaz de colonizar.
Tenemos un viejo cine al que le siguen siendo beneficiosos millones de productores individuales, como le fue beneficioso tener millones de espectadores pasivos individuales que solo convergían masivamente a las exhibiciones en salas.
La aparición del “productor espontáneo” es una posibilidad de reacción y organización social distinta en torno a la representación audiovisual, pero solo si asumimos el nada nuevo desafío de trabajar en el desarrollo de una nueva conciencia sobre la producción cinematográfica. Nuestra actitud política, como cineastas y videocreadores en general, debe llevarnos a un trabajo serio que facilite a esta legión de productores y productoras espontáneas, comprobar que no es suficiente con crear y poner a circular sus piezas en solitario. El verdadero potencial social requiere diseñar caminos para que un nuevo cine emerja de la organización social de estos productores y productoras cualquiera.
Ya conocemos de sobra las películas que durante casi un siglo nos han impuesto las minorías del negocio y la subjetividad autoral. Ya conocemos sus intereses, sus temas, sus narrativas, sus estéticas, sus estrategias de beneficios privados. Estos tiempos han abierto la posibilidad de ver qué imágenes cinematográficas podrían llegar a hacer una multitud de colectivos y grupos sociales si encuentran los caminos para organizarse en torno a esa creación. Nosotros trabajamos para esa Segunda Historia del Cine creyendo que, si este se ha sabido emancipar del embrujo del dinero, debería liberarse también de la propiedad capitalista de sus minorías.
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