El viejo paradigma de lo cultural y artístico, la Cultura Autoritaria, estaba y está basado en el proceso individual o de gueto cuyo efecto social era (es aún) crear colectividades de seguidores que conecten perceptiva, intelectual, afectivamente con la obra (y también la vida) de artistas que trabajando en su laboratorio privado deciden poner un arbitrario fin a su obras y exhibirlas, hacerlas públicas. A partir de ese momento la potencia de la obra consiste en alcanzar un grupo de fans (lectores, espectadores, visitantes, etc) e incluso detractores con los que se formaría esa colectividad de comunión en un gusto específico. La cultura menos comercial también crea fans e incluso la más vanguardista e incluso la académica. Así funciona (simplificadamente) la cultura autoritaria, impuesta o puesta en circulación por minorías. Una circulación de obras-imán en busca de perceptores que se imanten rentablemente o intelectualmente.
El cine fue la cumbre en el siglo XX de esa Cultura Autoritaria que comenzó a proyectar imágenes en movimiento por doquier en busca de perceptores que se imantaran al magnetismo de sus películas. Llevó esto a su máximo apogeo con los ejercicios mercantiles del negocio del sistema de estrellas, aún en vigencia, como forma de potenciar la fuerza de impacto, de atracción de su magnetismo. Una especie de construcción y explotación comercial de iconos culturales fabricados fundamentalmente a partir de actores y actrices y reforzados con narrativas mercantiles de promoción bien planificadas. Se expandirá a la figura de los directores, potenciando así tres profesiones de lo cinematográfico como iconos imbuidos de mercantil y espectacular magnetismo. El modelo habitual.
Leyendo el libro Estéticas de la emergencia de Reinaldo Laddaga, al que Amador Fernández le acaba de hacer una entrevista en Público, vemos como este autor argentino describe un contexto y unas operativas muy diferentes a las de este viejo modelo. Su lectura nos alienta y reafirma en la sensación que vivimos desde hace tiempo y de la que venimos hablando en este blog, sobre un cambio de paradigma en la producción cultural. Laddaga analiza fundamentalmente tres experiencias (y nombra otras muchas) de estos modelos emergentes de producción donde todo ese lastre del viejo modelo va perdiendo nitidez y muchas veces sentido.
Una de las experiencias que analiza es la película del cineasta británico Peter Watkins, “La comuna”, realizada en Paris en 1999.
Peter Watkins tiene una cinematografía relamente radical desde sus comienzos en 1960 con Los rostros olvidados, al que se le ubica simplonamente a veces como uno de los precursores del falso documental pero cuyas rupturas más complejas, estuvieron alimentadas por una crítica feroz a las formas de manipulación de los medios masivos de producción audiovisual y la ignorancia a la que nos buscan someter. Varias de sus solo doce películas las realizó para la televisión y como encargo pero terminaron sin exhibirse y sin conseguir distribución tanto por su contenido como por su forma de realización: El juego de la guerra (1966) para la BBC, Privilegio (1967), Los Gladiadores (1969) son algunos de los casos.
La comuna (1999) será una película donde Watkins pondrá en práctica muchas de las técnicas de realización que fue explorando en sus antiguos films. Deberíamos dedicarle notas aparte, pero resumidamente es una película que relata los hechos acontecidos en Paris durante el levantamiento de los Comuneros en 1871.
Pero no es un relato convencional, Watkins llega a reunir unas doscientas personas casi todas no profesionales para esta realización en una fábrica abandonada en las afueras de París donde reconstruirá la comuna. Mientras los hechos históricos se realizan, serán narrados desde el interior por unos reporteros de televisión que Watkins introduce arbitrariamente. Las cámaras se meterán en las entrañas de acción tanto para mostrar los acontecimientos históricos que encarnan, como las vivencias y procesos de debate en la propia realización. Los participantes hablarán tanto desde el punto de vista del papel que desempeñan como del de sus propias vidas. La película pasa de escenas de reconstrucción de época a otras que se desencadenan en el propio rodaje.
Se trata de una película que nos muestra una pequeña multitud produciendo un film a la vez que viviendo sus vidas en presente abordando la realidad francesa de esta época.
Un film cuyo proceso social excede a su corte final fruto de una semana de rodaje. Como antesala hubieron unos meses de trabajo conjunto de los participantes con un equipo de historiadores que les ayudarían a construir los papeles. Como devenir social los participantes crearán una asociación destinada a darle continuidad al proyecto iniciado por la película.
De lo mucho que podríamos comentar, nos quedamos con una frase de Laddaga cuando llama, citando una frase de otro autor, Pierre Rosanvallon, a este tipo de procesos como una “producción directa de la sociedad”.
Nos parece significativo y es así como nos gusta pensar justamente el cine, como ese “campo de experiencia” donde las personas pueden sentirse activos partícipes de la construcción de su propio cine, que es a la vez un ensayo para desarrollar colectivamente la capacidad de producir sociedad, la responsabilidad compartida de crear, el debate grupal para alcanzar las decisiones y que todo ese conjunto de acciones pueda ser recogido por un dispositivo de cámaras para construir un documento que retrate una colectividad en marcha.
La semana pasada tuvimos una deriva particular en el barrio, eso que nos gusta identificar como nuestro plató vivo:
Los hechos.
Salida del Metro Ventilla de Madrid 7 de la tarde de un jueves. Habíamos quedado con 4 jóvenes para ir a grabar una escena usando como plató la casa de uno de nuestros compañeros de colectivo. Se retrasan los y las jóvenes que esperábamos y de pronto nos enteramos de que a una de las protagonistas le habían detenido a su hermano y se encontraba en la comisaría, así que nos quedamos sin una de las intérpretes.
A la par, sentados en un banco, un grupo de jóvenes pasaba su tarde. A los pocos minutos comenzaron a aparecer algunos chicos que no estaban citados y otras tres chicas que venían de otro barrio de Madrid, conocidas de una de las protagonistas, comentando que venían a ver a su amiga que iba a grabar algo de una peli.
Luego vinieron otros chicos y el número de jóvenes iba en aumento hasta que uno de los chicos conectó con el grupo sentado en el banco del costado a quienes conocía de antes.
De repente todo el grupo parecía estar allí esperando que algo pasara con una supuesta película. Desistimos de ir a grabar la escena pautada en casa de nuestro amigo por falta de una de las intérpretes y porque todos aquellos jóvenes ni siquiera entrarían en su casa. Entonces se abrió la interrogante: ¿qué hacemos? preguntó alguien. Podíamos decir realmente que en ese momento había un dispostivo cinematográfico pronto a grabar, habían personas dispuestas a rodar, pero la circunstancias nos habían tirado abajo la escena planificada, el contenido.
A partir de ese momento fue un caos de conversaciones e inquietudes sobre lo que hacer, si inventar otra escena, hacer la misma con otros personajes, si las visitantes podían o no participar, etc.
Finalmente, luego de deliberaciones, decidimos cambiar de escenario y comenzamos a dirigirnos hacia un parque oscuro del barrio donde suelen juntarse. Ya era de noche. A esa altura ya habíamos encendido las cámaras grabando toda la deriva por el barrio. Una vez en el parque, donde no se veía casi nada y entre conversaciones exaltadas, se repetía el debate sobre qué escena grabar. En un momento, viendo una esquina solitaria más o menos iluminada preguntamos: ¿qué podría pasar allí de exepcional?
Un robo -dijo alguien-. A eso siguió otro debate y al cabo de unos momentos alguien propuso retomar el hilo de la película que estamos desarrollando en el Instituto y ficcionar, en un callejón solitario, una escena que viniera bien a aquella trama. Eso fue lo que se terminó rodando: la ficción de un ataque violento por venganza que dos jóvenes marroquíes le propinarían a un tercero, que en su trabajo de portero de una discoteca (en la ficción), una noche, le había prohibido el acceso al local.
Muchas veces hemos trabajado de forma planificada, anticipando e incluso ensayando la escena que luego se hará en un espacio real. Era la intención de aquella tarde. Pero cuando eso no ocurre y el acontecer social desarma la planificación, el cine debe ensancharse, romperse, desactivarse en sus exigencias para dar paso a la realidad y a lo que ésta quiera hacer de él.
No es menor el motivo que rompió nuestra planificación: la detención del hermano de una de las chicas. Una vez más la posibilidad de imaginar y rodar interrumpida por el acontecer real. Pero aquella sesión de rodaje se pobló, a las puertas del metro, de otra gente, otra realidad, otras historias . Un dispositivo cinematográfico debe estar planteado, a nuestro entender, como un campo de experiencia capaz de asumir el acontecimiento que en este caso fue la deriva de unos jóvenes que, ese día y a esa hora, tenían las ganas y posibilidad de crear y protagonizar unos minutos de película. Solo que esa escena a grabar estaba al final de sus dudas, sus desencuentros, su caminata por el barrio, sus confesiones informales en un parque a las 8 de la noche. Al final del aparente “desorden”.
Que el cine produce realidad hacia las personas queda más que patente en el modelo de la vieja producción cultural que mencionábamos al principio. Que la realidad (las personas de la realidad a la que antes iban orientadas las películas de ese modelo) debe producir cine es la parte de esa estética emergente de la que habla Laddaga y nos ofrece Peter Watkins en La comuna. Es el cine... del siglo XXI, en el que también nosotros estamos inmersos.
El cine fue la cumbre en el siglo XX de esa Cultura Autoritaria que comenzó a proyectar imágenes en movimiento por doquier en busca de perceptores que se imantaran al magnetismo de sus películas. Llevó esto a su máximo apogeo con los ejercicios mercantiles del negocio del sistema de estrellas, aún en vigencia, como forma de potenciar la fuerza de impacto, de atracción de su magnetismo. Una especie de construcción y explotación comercial de iconos culturales fabricados fundamentalmente a partir de actores y actrices y reforzados con narrativas mercantiles de promoción bien planificadas. Se expandirá a la figura de los directores, potenciando así tres profesiones de lo cinematográfico como iconos imbuidos de mercantil y espectacular magnetismo. El modelo habitual.
Leyendo el libro Estéticas de la emergencia de Reinaldo Laddaga, al que Amador Fernández le acaba de hacer una entrevista en Público, vemos como este autor argentino describe un contexto y unas operativas muy diferentes a las de este viejo modelo. Su lectura nos alienta y reafirma en la sensación que vivimos desde hace tiempo y de la que venimos hablando en este blog, sobre un cambio de paradigma en la producción cultural. Laddaga analiza fundamentalmente tres experiencias (y nombra otras muchas) de estos modelos emergentes de producción donde todo ese lastre del viejo modelo va perdiendo nitidez y muchas veces sentido.
Una de las experiencias que analiza es la película del cineasta británico Peter Watkins, “La comuna”, realizada en Paris en 1999.
Peter Watkins tiene una cinematografía relamente radical desde sus comienzos en 1960 con Los rostros olvidados, al que se le ubica simplonamente a veces como uno de los precursores del falso documental pero cuyas rupturas más complejas, estuvieron alimentadas por una crítica feroz a las formas de manipulación de los medios masivos de producción audiovisual y la ignorancia a la que nos buscan someter. Varias de sus solo doce películas las realizó para la televisión y como encargo pero terminaron sin exhibirse y sin conseguir distribución tanto por su contenido como por su forma de realización: El juego de la guerra (1966) para la BBC, Privilegio (1967), Los Gladiadores (1969) son algunos de los casos.
La comuna (1999) será una película donde Watkins pondrá en práctica muchas de las técnicas de realización que fue explorando en sus antiguos films. Deberíamos dedicarle notas aparte, pero resumidamente es una película que relata los hechos acontecidos en Paris durante el levantamiento de los Comuneros en 1871.
Pero no es un relato convencional, Watkins llega a reunir unas doscientas personas casi todas no profesionales para esta realización en una fábrica abandonada en las afueras de París donde reconstruirá la comuna. Mientras los hechos históricos se realizan, serán narrados desde el interior por unos reporteros de televisión que Watkins introduce arbitrariamente. Las cámaras se meterán en las entrañas de acción tanto para mostrar los acontecimientos históricos que encarnan, como las vivencias y procesos de debate en la propia realización. Los participantes hablarán tanto desde el punto de vista del papel que desempeñan como del de sus propias vidas. La película pasa de escenas de reconstrucción de época a otras que se desencadenan en el propio rodaje.
Se trata de una película que nos muestra una pequeña multitud produciendo un film a la vez que viviendo sus vidas en presente abordando la realidad francesa de esta época.
Un film cuyo proceso social excede a su corte final fruto de una semana de rodaje. Como antesala hubieron unos meses de trabajo conjunto de los participantes con un equipo de historiadores que les ayudarían a construir los papeles. Como devenir social los participantes crearán una asociación destinada a darle continuidad al proyecto iniciado por la película.
De lo mucho que podríamos comentar, nos quedamos con una frase de Laddaga cuando llama, citando una frase de otro autor, Pierre Rosanvallon, a este tipo de procesos como una “producción directa de la sociedad”.
Nos parece significativo y es así como nos gusta pensar justamente el cine, como ese “campo de experiencia” donde las personas pueden sentirse activos partícipes de la construcción de su propio cine, que es a la vez un ensayo para desarrollar colectivamente la capacidad de producir sociedad, la responsabilidad compartida de crear, el debate grupal para alcanzar las decisiones y que todo ese conjunto de acciones pueda ser recogido por un dispositivo de cámaras para construir un documento que retrate una colectividad en marcha.
La semana pasada tuvimos una deriva particular en el barrio, eso que nos gusta identificar como nuestro plató vivo:
Los hechos.
Salida del Metro Ventilla de Madrid 7 de la tarde de un jueves. Habíamos quedado con 4 jóvenes para ir a grabar una escena usando como plató la casa de uno de nuestros compañeros de colectivo. Se retrasan los y las jóvenes que esperábamos y de pronto nos enteramos de que a una de las protagonistas le habían detenido a su hermano y se encontraba en la comisaría, así que nos quedamos sin una de las intérpretes.
A la par, sentados en un banco, un grupo de jóvenes pasaba su tarde. A los pocos minutos comenzaron a aparecer algunos chicos que no estaban citados y otras tres chicas que venían de otro barrio de Madrid, conocidas de una de las protagonistas, comentando que venían a ver a su amiga que iba a grabar algo de una peli.
Luego vinieron otros chicos y el número de jóvenes iba en aumento hasta que uno de los chicos conectó con el grupo sentado en el banco del costado a quienes conocía de antes.
De repente todo el grupo parecía estar allí esperando que algo pasara con una supuesta película. Desistimos de ir a grabar la escena pautada en casa de nuestro amigo por falta de una de las intérpretes y porque todos aquellos jóvenes ni siquiera entrarían en su casa. Entonces se abrió la interrogante: ¿qué hacemos? preguntó alguien. Podíamos decir realmente que en ese momento había un dispostivo cinematográfico pronto a grabar, habían personas dispuestas a rodar, pero la circunstancias nos habían tirado abajo la escena planificada, el contenido.
A partir de ese momento fue un caos de conversaciones e inquietudes sobre lo que hacer, si inventar otra escena, hacer la misma con otros personajes, si las visitantes podían o no participar, etc.
Finalmente, luego de deliberaciones, decidimos cambiar de escenario y comenzamos a dirigirnos hacia un parque oscuro del barrio donde suelen juntarse. Ya era de noche. A esa altura ya habíamos encendido las cámaras grabando toda la deriva por el barrio. Una vez en el parque, donde no se veía casi nada y entre conversaciones exaltadas, se repetía el debate sobre qué escena grabar. En un momento, viendo una esquina solitaria más o menos iluminada preguntamos: ¿qué podría pasar allí de exepcional?
Un robo -dijo alguien-. A eso siguió otro debate y al cabo de unos momentos alguien propuso retomar el hilo de la película que estamos desarrollando en el Instituto y ficcionar, en un callejón solitario, una escena que viniera bien a aquella trama. Eso fue lo que se terminó rodando: la ficción de un ataque violento por venganza que dos jóvenes marroquíes le propinarían a un tercero, que en su trabajo de portero de una discoteca (en la ficción), una noche, le había prohibido el acceso al local.
Muchas veces hemos trabajado de forma planificada, anticipando e incluso ensayando la escena que luego se hará en un espacio real. Era la intención de aquella tarde. Pero cuando eso no ocurre y el acontecer social desarma la planificación, el cine debe ensancharse, romperse, desactivarse en sus exigencias para dar paso a la realidad y a lo que ésta quiera hacer de él.
No es menor el motivo que rompió nuestra planificación: la detención del hermano de una de las chicas. Una vez más la posibilidad de imaginar y rodar interrumpida por el acontecer real. Pero aquella sesión de rodaje se pobló, a las puertas del metro, de otra gente, otra realidad, otras historias . Un dispositivo cinematográfico debe estar planteado, a nuestro entender, como un campo de experiencia capaz de asumir el acontecimiento que en este caso fue la deriva de unos jóvenes que, ese día y a esa hora, tenían las ganas y posibilidad de crear y protagonizar unos minutos de película. Solo que esa escena a grabar estaba al final de sus dudas, sus desencuentros, su caminata por el barrio, sus confesiones informales en un parque a las 8 de la noche. Al final del aparente “desorden”.
Que el cine produce realidad hacia las personas queda más que patente en el modelo de la vieja producción cultural que mencionábamos al principio. Que la realidad (las personas de la realidad a la que antes iban orientadas las películas de ese modelo) debe producir cine es la parte de esa estética emergente de la que habla Laddaga y nos ofrece Peter Watkins en La comuna. Es el cine... del siglo XXI, en el que también nosotros estamos inmersos.
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