Es muy posible que cualquiera que esté implicado en proyectos artísticos y culturales, en algún momento se haga la pregunta sobre la eficacia de su trabajo. Más bien, es más posible que esta interrogante, atraviese toda la vida de un proyecto.
Lanzarnos a la acción bajo el impulso creador, expresivo y comunicativo es lo que por lo general y primeramente, nos mueve. Con mayor o menor planificación, casi siempre con una menor autoevaluación crítica, ponemos el énfasis en seguir una serie de procedimientos para crear una obra venida desde el mundo sensible materializándola a partir de procedimientos, personas en relación, materiales y tecnología. Con ella ponemos a andar un “algo artístico” que busca introducir una en el terreno común una experiencia que incida en lo sensible, lo relacional, lo expresivo, lo racional, lo humano.
En nuestro caso es hacer películas con los procedimientos sinautorales, es decir, películas donde se democraticen todas las fases de producción. Sobre todo, siempre decimos, colectivizar el sistema de autoridad y propiedad que rige en la casi mayoría de las propuestas de creación.
En ese sistema relacional que se despliega entre el grupo de personas vinculadas a una película, hemos tenido en estos años diferentes formas e incluso formatos de relación productiva.
Podríamos enumerar brevemente los diferentes grupos con los que el equipo de Cine sin Autor fue realizando en estos años sus películas y nos encontramos con un mosaico de perfiles sociales que han pasado entre nuestras cámaras: un grupo de jóvenes que ocupan un edificio, un grupo de jóvenes de un pueblo en la frontera del fin del bachillerato, otro que estaba cursando el segundo curso de un CEPA (formación de adultos y casi todos inmigrantes), un grupo de una asociación barrial, la población vinculada a un bar de barrio, un grupo de niños de cuarto año escolar, un grupo de universitarios, otro grupo de jóvenes cuya unión giraba en torno al paro, los estudios y la crisis, una película familiar que pivotó en torno a la figura del padre ya mayor de la familia, un grupo de vecinos que se conocían de un Centro de Rehabilitación Psicosocial, un grupo de militantes sociales junto a adolescentes y jóvenes en riesgo de exclusión (tal como lo definieron) y una numerosa población mezclada (niños y niñas, jóvenes y mayores) de una población rural.
Digamos que hemos recorrido en éstos años un espectro variado de territorios humanos y que en cada una de las experiencias, hubo un sistema diferente de relación social para la realización de los films.
Digamos, decimos, que llegados a este punto, luego de años de intensísima actividad, guardamos en nuestras alforjas una contundente dosis de teoría y práctica de lo que funciona y no funciona, de lo que alcanzamos y de lo que nos falta, de lo que es y no es un verdadero proceso democrático, colectivo, horizontal en el terreno de la creación cinematográfica, de la producción cultural.
Detonar territorios de relación creativa con grupos de gente, hacer emerger un imaginario desde fuera de nosotros y desde fuera del cine, materializarlo en películas y procurar que ese grupo las gestione se ha constituido en nuestra especificidad, nuestra vocación como equipo, nuestra obsesión creativa, nuestra pasión de intervención, nuestra profesión.
Y si algo atraviesa también estos años, es nuestro marcado carácter militante, es decir, nuestra pulsión de hacerlo todo con nuestros medios, voluntad y tiempo, sin haber buscado ser remunerados por este trabajo.
En estos tiempos, donde uno no pregunta a cualquiera “en qué trabaja”, si no si tiene la suerte de trabajar remuneradamente en algo, hablar de que tu trabajo remunerado sea aquello que te apasiona y que has creado en grupo con unos compañeros y compañeras de ruta, es como una ridiculez impensable. Te puedes definir como un emprendedor de tu propio negocio o servicio y entonces todo parece estar en sus cabales. Te irá bien o mal, pero son los causes normales de la actividad productiva. Pero pretender hacer de tu proyecto cultural tu profesión remunerada, eso es, al menos en nuestros entornos, poco menos que estar en la parra.
Sin embargo, luego de todos estos años y desde la más especial de nuestras parras, tenemos que reconocer que el propio proyecto de Cine sin Autor, nacido antes del desmantelamiento de la normalidad laboral y que ha crecido justo en mitad de la destrucción criminal del tejido económico, nos exige tener que ver el horizonte de hacer de nuestra actividad cinematográfica nuestra profesión remunerada. He ahí el imposible a perseguir.
Hablábamos del campo donde se desenvuelve esa primer acción organizada creativa de hacer películas democráticamente, el territorio relacional de las personas.
Pero el Cine sin Autor ha ido poniendo en marcha un conjunto de prácticas y de formatos cinematográficos que nos obligan a operar también ya no solo con la identidad de un grupo de creadores y creadoras, sino con la identidad de una institución, ya que nuestra misma actividad ha ido trascendiendo el simple ímpetu individual de las personas que fundamos el proyecto y ha ido generando un modelo de funcionamiento, una estructura compleja, una serie de normativas de convivencia y operatividad que son capaces por si mismas de generar y replicar dichos formatos de relación social y productiva.
La película como entorno de realización social de un imaginario común, el Estudio Abierto como centro de coordinación de una actividad cinematográfica social, la Fábrica como un formato de producción al servicio de diversos grupos de un Plató Mundo, la Escuela de Cine sin Autor, como formato que posibilita el ingreso de cualquiera al modelo de producción social de cine, son formas de organización que necesitarían para existir una infraestructura, un ordenamiento interno de las relaciones de producción y una política definida de cara a la sociedad, que escapa ya al territorio de lo doméstico del grupo de personas que pusimos en marcha el proyecto.
Todo grupo humano tiene, si se quiere, institucionalidad en la medida de que su actividad está inmersa en el tejido social y necesita un ordenamiento con respecto al mismo. Incluso una persona se vuelve “institución” cuando por algún motivo lo que hace y lo que es, despierta el interés del conjunto social. Pero no toda institucionalidad intrínseca es institución que opera como tal, con plena conciencia de serlo.
Para nosotros, la democratización de la producción cinematográfica que permite la emergencia del imaginario social a través de diferentes formatos de producción, son (o al menos debería serlo) un asunto de interés general por los efectos que produce y que hemos podido ver en estos años (ya hablaremos de ello). Y los formatos de producción que hemos generado como ensayos pilotos, deben entrar en el juego de una institucionalidad consciente y programada para que provoque mayores efectos de democratización de la imagen cinematográfica.
El hecho de que nuestra actividad como Cine sin Autor se mueva aún en un territorio reducido, no responde más que a la circunstancia de que somos un pequeño grupo quienes lo hemos desarrollado hasta aquí y a que la economía que lo ha permitido, ha sido una economía puramente doméstica, basada en las sobras de nuestra arcas individuales.
Para estos malos tiempos, que un proyecto crezca y nos exija constituirse más que como grupo de actividad en una institución social que promueva un modelo de producción democrático del cine, no da ningún emotivo entusiasmo dada la adversidad y el nefasto panorama de las políticas culturales. No sabemos hasta donde este crecimiento podía haberse dado en otro contexto supuestamente mejor, pero especular sobre posibles que hubieran podido ser, es siempre ineficaz.
Encontrarán en este blog, que en nuestros comienzos también nos planteábamos muchas inquietudes dada la indiferencia que se respiraba sobre el hacer colectivo y sobre todo en la producción cinematográfica. Apenas ciertos sectores minoritarios de asociacionismo y militancia parecían responder con su larga trayectoria a un interés (confuso, todo hay que decirlo) por un cine hecho desde la gente común y producido colectivamente. Caminamos por aquel entonces por un territorio minado de sospechas e incredulidades.
Años más tarde nos enontraríamos de frente con el inicio de las mareas ciudadanas que ante el desastre, encontrarían en la respuesta colectiva un ámbito social de resistencia, respuesta y organización. Estamos aún en unos precarios comienzos de conciencia sobre otros modelos de producción más colectivos.
Las dudas sobre la potencia de un modelo democrático para el cine, al menos para nosotros, han quedado atrás. No así sobre su viabilidad, que habrá que demostrarla con hechos.
Se nos viene el futuro otra vez con sus sospechas sobre si este modelo de democratización cinematográfica a mayor escala, es viable y sobre todo sostenible institucionalmente.
Entramos en junio en largos meses de empaquetamiento de películas, elaboración y presentación de proyectos para continuar con los diferentes formatos que hemos generado, estrategias y materiales de difusión, documental sobre el año de fábrica y un largo etc que debería ponernos de cara a un 2014 que será muy diferente al último que hemos vivido.
Nos quedamos con un nuevo camino por delante. Nos aqueja lo que a todos: atravesar el escepticismo ambiental y las circunstancias más que adversas que nos envuelven.
Nunca le hemos tenido miedo al futuro porque nunca le hemos tenido miedo a soñar. Los sueños no son quimeras alojadas en hipotéticos futuros. Son una realidad que siempre se construye en presente. Los ingredientes para construir los sueños están al alcance de cualquiera: trabajo, trabajo, trabajo hasta la extenuación, cuidado, disciplina y autocrítica colectiva, lectura del momento histórico y más trabajo.
Ya veremos. Por el momento, seguimos aún intactos. Sabemos del desastre y somos conscientes de que nos han perturbado las imágenes pero no así la potencia de la imaginación.
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