sábado, 5 de diciembre de 2009

Del cine directo al cine inmerso. Mutaciones técnico-políticas. Operador cualquiera en el siglo XXI.



Hemos hablado aquí en algunas ocasiones de la mutación tecnológica y lo que esto ha significado en la historia del cine.
También hemos recordado el sismo estético y narrativo que supusieron los años 60.
Leyendo el libro de María Luisa Ortega y Noemí García “Cine Directo” comentan de la época: “Las ligeras cámaras de los dotados filmmakers (no todas ellas incorporaban los nuevos desarrollos en el registro sincrónico del sonido) seguían a los personajes como verdaderos hombres-cámaras (quizá haciendo realidad el sueño vertoviano o descubriendo una nueva “living camera”)”.
En diferentes ámbitos y con cierta simultaneidad, sobre todo en EEUU, Canadá, Francia, autores como Robert Drew, Richard Leacock, Albert Maysles, Pennebaker, Wiseman, Jean Rouch, Morin, etc...abrieron nuevos caminos a partir de avances tecnológicos que combinaron con sus intereses sociales y políticos
En las diferentes experiencias se pusieron énfasis y nombres distintos: Cinèma veritè (verdad) , Cinéma du réel (de lo real), Cinéma de vécu (de lo vivido), Cinéma de la parole (de la palabra), hasta que ante las polémicas surgidas para poder englobar todas estas experiencias, en marzo de 1963 y en el marco del l Marché international des programmes et équipement de télévision celebrado en Lyon se pudieron reunir a varios de los directores involucrados llegando a un relativo consenso de que “cine directo” podría englobar a todas estas experiencias.
Una caracterización del historiador Eric Barnouw, remarca ciertas diferencias que pueden ilustrar los matices:
“El documentalista del direct cinema colocaba su cámara ante una situación de tensión y esperaba a que se produjese una crisis; en su versión del cinéma vérité, Rouch trataba de precipitarla. El artista del direct cinema aspiraba a la invisibilidad; el artista del cinéma verité de Rouch era a menudo un participante confeso... El direc cinema extraía su verdad de los hechos que se presentaban a la cámara; el cinéma vérité se consagraba a una paradoja: las circunstancias artificiales podían sacar la verdad oculta a la superficie.”
El el artículo de Rafael R. Tranche que se recoge en este mismo libro, menciona rápidamente la evolución que tuvieron las cámaras ligeras desde el el año 1917 citando las más importantes “la Pancke Akeley”, Kinarri 35 (1924), la Eyermo (1926) “la favorita de los reporteros desde los años 30 a 60”; la evolución de la película Kodak; la grabación magnética del sonido desarrollada en Alemania en los 40, hallazgos todos que van a ir gestando una mutación tecnológica que se consolidaría con cámaras como las que diseñarán y utilizarán muchos de estos mismos cineastas de cine directo.
El punto que queremos remarcar es que lo que abre esta “segunda era del documental” que “registraban con incesantes y azarosos movimientos gestos y acciones, enfocaban y reenfocaban guiados por la respuesta inmediata de lo que les rodeaba... liberados de las supuestas reglas de la puesta en escena cinematográfica (poniendo) la escala de planos al servicio de la experiencia vivida...con el zoom como poderoso aliado...vulnerando los parámetros del punto de vista del cine clásico”...es verdaderamente una ruptura para el momento en que aparece.
Pero desde una mirada actual, toda la problemática de producción era un debate hacia dentro de cada realizador y hacia dentro del propio gremio. Podríamos decir que el sismo cinematográfico se dio en la capa media de la jerarquía productora, del organigrama vertical cinematográfico: operadores, realizadores, directores.
En 1966 bajo el amparo de la universidad de Harvard, un profesor de comunicación Sol Whort y el antropólogo John Adair, realizan con los indígenas navajo de Estados Unidos una experiencia comparativa al darles cámaras y enseñarles las técnicas cinematográficas para que realizaran su película sobre la fabricación de artesanía en plata y compararla con una película que hiciera un antropólogo occidental sobre el mismo tema. En el libro Through Navajo Eyes recogen los aspectos más interesantes.
El hecho de dar la cámara o el protagonismo más activo a las personas documentadas, como se va a hacer frecuente en el cine de Jean Rouch al dar el protagonismo visual y narrativo a personas cualquiera, nos permite contemplar los aún tímidos traslados de propiedad de los medios de producción que para las circunstancias del momento eran posibles y que los realizadores más comprometidos se animaron a llevar a cabo.
Cuarenta años después vemos surgir las experiencias donde los indígenas de diferentes regiones se han organizado con eficacia para la producción de su propia representación y que conduce, sobre todo, en las experiencias más desarrolladas, hacia la total autonomía en la producción audiovisual.
En Africa, sería difícil hoy que un Rouch pudiera irrumpir llanamente en un territorio como el nigeriano, del que hemos hablado, para ofrecer una mirada de características antropológicas. No hablamos de continentes enteros, obviamente, si no de puntos fuertes de emergencia autorganizativa de las últimas dos o tres décadas, que creemos son la dirección futura de lo político del cine.
Ahora que se habla tanto de la explosión del documental a partir de la tecnología digital, vemos el peligro de encerrar la discusión de nuestros días con los debates, ya superados, de los cambios ocurridos a partir de los años 60.
Para nosotros tanto el cine como la cámara están inmersos en los sujetos sociales. El debate de cómo, qué, con qué libertad o proximidad, con cuánta distancia filmar, son asuntos abordados en las décadas precedentes que se manifestaron como preocupaciones de operadores y realizadores, pero que a veces no sabemos bien si es que la crítica de cine más generalizada no ha salido de ahí, o le interesa diseminar viejos debates para controlar las nuevas emergencias fílmicas que, obviamente, traen otro tipo de conflictividades.
La cámara inmersa significa, en las sociedades del siglo XXI, miles y miles de cámaras con sonido e imagen perfectamente sincronizados que ya no supone novedad, en película digital fácilmente procesable con un ordenador para su montaje y edición y en mano de operadores cualquiera. En nuestra experiencia, durante la realización de una película de Cine sin Autor, las cámaras disponibles circulan de mano en mano entre los propios protagonistas productores, cambiando de puntos de vista, puntos de encuadre, perspectiva de captura del sonido, registro constante desde el interior y el exterior de una situación, movilidad emocional de las tomas, familiaridad con el dispositivo de registro, ruptura permanente de cualquier predeterminación estética.
Cine inmerso quiere decir también que el cine y el audiovisual en que éste se ha diseminado, nos ha construido nuestra mecánica perceptiva. Que lo tenemos dentro, inmerso y operando. Que lo peligroso es creerlo como un fenómeno fuera de nosotros solamente. Y que nuestra subjetividad es territorio de disputas y batallas perceptivas de modelos heredados. El cine imperial lo llevamos activo en nuestro interior. Al igual que otros cines que hayamos visto.
Desde nuestra perspectiva, los desafíos son justamente otros. Lo urgente es asumir que lo político del cine, en la situación en la que estamos hoy, en su carácter más revolucionario, tendrá que encontrar modelos que abran caminos para la organización de personas y colectivos en torno a la producción de representación fílmica propia, modelos que permitan una actitud de levantamiento socio-audiovisual. Pero ya sabemos que la aceleración tecnológica es proporcional a la desaceleración social. Esto, en nuestras sociedades de consumo, nos ha sumergido en un individualismo feroz. No deberíamos atomizarnos en millones de productores individuales sin conexión social entre nosotros. La vida está siempre inmersa en una red humana más compleja y más amplia. El cine también.
Nos han inoculado un cine hecho por otros, los que lo producen según sus intereses, sean estos nobles o perversos. Ahora tenemos masivamente en las manos las herramientas con las que se realiza: una cámara y un sistema portátil de edición y proyección. La estética del cine imperial acosa con imponer una franja demoledora sobre cualquier producción que no cumpla sus rituales y ya no solo en su literatura técnica, si no en las propias conciencias. Tenemos inoculado un rumor imperial que inactiva: Tú, persona cualquiera, no puedes hacer cine. Eso es privilegio de los que se han preparado para ello. De la vieja producción no saldrá ningún cine revolucionario, no se autodestruirá por una labor liberadora. Un cine revolucionario germinará de los nuevos modelos de producción que acaben por reventar la caducada y paralizante mentalidad imperial del viejo cine. Podemos organizarnos en torno a la producción de nuestras películas. Eso está demostrado. Solo hay que decidirlo, encontrarle el sentido social y político y tener un modelo preciso para que eso se pueda producir. En eso estamos trabajando.

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