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domingo, 9 de junio de 2013

Una generación de “cineastas suicidas” para una historia del cine en colectivo.


La reducida tribu que conforman las élites culturales suelen componernos el universo de personajes para su  mejor visibilidad.  Pasajeros privilegiados, valientes, revolucionarios, innovadores, exéntricos, tarados o frikis,  el mosaico puede ser amplio para conformar las  farolas de la nocturnidad cultural. 
No vemos la historia como acontecimientos colectivos a pesar de que siempre estamos inmersos en un acontecer social. Hay un momento en que la balanza de las narraciones encuentra el punto relatable en sujetos, a partir de los cuales explicar un cambio de ciclo, una avance, una iluminación, una ruptura contundente.
Las historias, sean de lo que sean, suelen relatarse como un camino empedrado por nombres ejemplificadores y ejemplificantes. Un divorcio extraño y complejo. Ejercicios de narración de una historia que aunque nunca es individual se cuenta a través de biografías de individuos, mayormente hombres para variar y que vendrán a explicar las razones de los cambios sociales. Nada que no sepamos ya.
El cine no escapa a esta singular rutina. A veces ni siquiera coinciden los protagonistas con el relato que han hecho de ellos.  
“No me hablen del expresionismo alemán. Esto nunca existió en el cine. Siegfried Kracauer, que escribió un libro llamado De Caligari a Hitler, es un mistificador, un oportunista. Escribió el libro más impreciso y mentiroso que jamás leí. Max Reinhardt, director teatral, nunca tuvo influencia sobre el cine. Mi amiga Lotte Eisner también comete errores al escribir sobre el viejo alemán refiriéndose al expresionismo alemán. Yo fui siempre libre, nunca pertenecí a ningún grupo y mi estilo cinematográfico no varió en nada con mi desplazamiento de Alemania a Hollywood.