domingo, 6 de mayo de 2012

Cine XXI. Indicios de una doble utopía.

Estamos montando una primer versión de todo el material del proyecto Sinfonía Tetuán. Un proyecto que comenzó en abril del 2009 en el barrio de Ventilla, distrito de Tetuán, Madrid, con el fin de poder devolver una visión general del trabajo a la gente que ha participado.
El objetivo central de nuestro trabajo cinematográfico es que toda aquella persona que entre en la órbita de nuestra producción se transforme en protagonista activo y gestor de la representación que genera.
Y aunque comenzamos con vidas, al editar no tenemos en nuestro monitor más que imágenes y sonidos de esas vidas con las que en estos casi tres años hemos compartido momentos. Hay, sin embargo, muchas otras personas con las que nos ha sido imposible mantener una relación.
Es en ese sentido en el que las películas tienen un raro sabor a fracaso. Intenso, serio y apasionante fracaso.
Ya sabemos que no es ésta la mejor forma de promocionar una película. Pero sabe quien nos sigue, que hace tiempo perdimos el interés por la mecánica del cine que necesita promocionarse mentirosamente para ser visto.
Desde nuestro enfoque, el cine es fundamentalmente una posibilidad de producción social compartida. Su exhibición en salas a espectadores remotos, que no hayan participado en su producción, ya es un asunto más vinculado a los azares y las oportunidades.
Resulta extremadamente difícil mantener vinculadas a todo el proceso de producción a quienes participan en él. En todo caso, esta sería la utopía que tensa todo nuestro trabajo.
Sentimos fundamentalmente una doble dificultad.
Por un lado, la que el cine siempre encarna como utopía inalcanzable: no puede reflejar más que indicios de una realidad. No es más que huella filmada de algo que estuvo delante de sus cámaras.
Por otro lado, aparte de esta imposibilidad artística común a toda representación le agregamos la segunda, propia de nuestras concepciones: sigue resultando inalcanzable, en nuestras condiciones actuales, que de todas las personas que participan en los procesos de cine, puedan permanecer en él. Una menor parte de ellas si lo hace.

Ahora es de noche, y mientras escribimos, pasa el camión de la basura al que muchas veces pensamos en subirnos para grabar esas vidas que desarrollan dicha actividad nocturna. A los pocos minutos ya no se sentirá el ruido del motor y será una realidad que se ha esfumado. Y así pasa la vida mientras el cine se prepara y reacciona. Las infinitas películas del mundo siempre habrán de esperar en el limbo de lo improbable. Ese es el fracaso desde siempre del cine y de cualquier intento de registrar para crear obra.
Quisiéramos que aquellos recogedores de basura que ya estarán lejos, se detuvieran para crear con nosotros sus imágenes. Puro antojo profesional diría cualquiera. La gente misma no lo demanda.
Pero sabemos que nos relacionamos con un condicionamiento social tan antiguo como el cine: la circunstancia del espectador, la apatía por la producción, el convencimiento habitual a que el cine es ese ritual de ir a ver películas pero no el de producirlas.
Y así como a veces el registro se convierte en casi verdad y atrapa un aliento de la vida y de las vidas y se embaraza de profunda verdad, a veces, nuestro cine nos ha dejado enganchados a algunas de las vidas registradas y a ellas con nosotros. A veces ocurre el milagro de la relación social productiva.
Y cuando miramos una y otra vez el montaje de Sinfonía Tetuán, de repente las imágenes y los sonidos son en parte aquello que representan y nos hacen mirar la calle y saber que esas personas, aunque sean pocas, están aún ahí y que por algún motivo, la cámara nos permitió iniciar un vínculo, un pequeño camino que hace que al rencontrarnos, ya no seamos extraños y podamos seguir produciendo juntos.
Hace apenas una semana, en una sesión de creación de personajes con unos y unas jóvenes, una chica de origen marroquí contó con pasmosa frialdad cómo el marido de su tía, había matado a ésta con un cuchillo, hace apenas dos meses, cómo ella encontró el cadáver y a sus tres niños asustados dentro de la casa (uno de ellos bebé) y cómo el marido, a los cuatro días de ingresar en la cárcel se suicidó. Estábamos creando personajes para la ficción que quieren hacer. Se podía optar por tomar como referente la propia vida o no. Casi todos quisieron construir su personaje a partir de lo que son, vivir en la ficción sus vidas y construir desde ahí su presencia en la película. Y así, sin darnos cuenta casi, cada una y una de las jóvenes fueron construyendo un relato de personaje en el que se podía intuir sin que fuera explícito, que hablaban de sí mismos y de su visión de la realidad.
No fue una sesión más. Muchas veces pasan cosas anecdóticas, divertidas e intensas. Pero esta sesión tuvo la profundidad de una confesión colectiva. Será difícil que nos crucemos como si fuésemos extraños. Algo de sus vidas y de las nuestras se puso en juego.
El cine siempre ha sido y será solo un indicio de la realidad que filmó. André Bazin desactivaba a mitad de siglo pasado en su ensayo “El mito del cine total” ese sueño de toda una época : que el cine fuera “una recreación del mundo a su propia imagen”, una representación completa de la realidad. Pero “pedir al cine que deshaga los efectos del tiempo -que venza a la muerte, por así decirlo- es asignarle una tarea imposible” es la conclusión a la que llegó Bazin, dicen los autores Robert C. Allen y Douglas Gomery al repasar la Historia estética del Cine .
Si a esta imposibilidad le sumamos una segunda utopía para nuestro siglo, la de que las personas en general se involucren en su producción y se hagan cargo de su propia representación, sabemos que estamos pidiéndole al cine otro imposible.
Pero tanto el mito del cine total como el mito de que una sociedad se convierta en productora y gestora de su propio cine, son las fuerzas utópicas que nos hacen avanzar hacia una transformación profunda del oficio.
Que sean utopías inalcanzables en sentido absoluto, no quita la potencia de que el cine sea un indicio de dichas utopías. Su verdad, quizá, sea justamente la de permitirnos vislumbrar siempre lo que podría llegar a ser.
Un siglo de cine anterior a nosotros, no es más que un monumental indicio por plasmar un imaginario que nos represente.
Un cine que va permitiendo la participación activa de gente, aunque no alcancemos la utopía de la plena participación social, es también el indicio de un camino siempre probable.
Así mismo, es de obligado reconocimiento ver que la inabarcable realidad audiovisual que se produce desde la base social a partir de personas cualquiera, son un permanente y cuantioso esfuerzo de producción audiovisual social por representarnos, por documentar nuestro tiempo, nuestro entorno, nuestras vidas y la de quienes nos rodean.
Un paso más en ese espontáneo esfuerzo por representarnos está en crear progresivamente mejores condiciones para organizarnos, para narrarnos juntos, para contarnos en común, para crear nuestro propio discurso cinematográfico.
El cine, con su historia, si lo revisamos de una manera realmente crítica, es una fuente fascinante de operativas que debemos conocer para adaptarlas a nuestro tiempo, sería el ámbito más propicio para desarrollar nuestras propias filmografías.
Y aunque sea verdad que fracasemos constantemente aún, en lograr caminar con las personas que entran a producir en la órbita del Cine sin Autor, vamos constatando, aunque sea en menor medida, que este oficio nos permite cada vez más conservar relaciones de vida y producción con diferentes personas que de otra manera no hubiéramos tenido la satisfacción de conocer.
Hay queda entonces, que la película Sinfonía Tetuán que estamos montando para volver a encontrarnos con varias de las personas involucradas, sea al menos un indicio más de la utopía que busca sentar las bases operativas que nos permita ser cada día un poco más protagonistas y productores del cine de nuestro tiempo.

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