lunes, 30 de abril de 2012

Esplendor y decadencia del largometraje. Liberar el tiempo del Cine.

Suele decirse que tras el éxito de “El nacimiento de una nación” en 1914 de David Griffith, en el cine americano se impusieron las películas de largo metraje.
Que “durante aquellos años la duración habitual de una película era de unos quince minutos (dos bobinas). Las películas europeas (en particular el Film d’Art francés y los colosalismos italianos) apostaban por películas de mayor duración. La buena acogida que recibió La Reina Elizabeth de Inglaterra (Mercanton/DesFontaines, 1912) cuya duración es de 35 minutos (cuatro bobinas) decidió a su distribuidor americano (Adolph Zukor) a producir películas de esta envergadura”- dice Antonio Santos en su capítulo Hollywood, la consolidación de los estudios, de la Historia General del Cine.
Pensemos. Segunda década del siglo XX y del cine que recién se empezaba a estructurar en Hollywood como la gran industria que terminará de consolidarse hacia 1930. Adolph Zukor era uno de los pioneros que se instaló en los Angeles, primer presidente de la Paramount, la compañía más grande del mundo entre los años 1910 y 1920, y aquel que consolidará, entre otras cosas, por ejemplo, la organización del negocio en torno a tres categorías de actores: serie A, con grandes astros, serie B con actores competentes y reconocidos y la C con principiantes y actores de limitado talento... el llamado Sistema de Estrellas. Adolph Zukor y Thomas Ince, afirmarán en esa época la forma de producción hegemónica que conquistará finalmente el mercado y el imaginario mundial.
Ese pasaje del negocio de la primer época de producción de películas de poca duración a largometrajes, de narrativas fotográficas basadas en un solo asunto, casi anecdóticas, a narrativas muy vinculadas a la estructura de la novela, si bien fue resultado de un conjunto de factores, nos muestra al cine en su paso de standarización, movido en gran parte por la mayor rentabilidad que ofrecerán las películas de larga duración, o de largo relato, por ser más precisos.
Es innegable que la cultura que heredamos nos hace vincular al largometraje con el cine más auténtico, más serio, más importante, mientras que otras formas de menor duración, cortos o medianos metrajes, suelen concebirse como una forma menor de cine.
El largometraje será el portador de universos bien delimitados y transmitirá claramente formas de vida, modelos de relación social, visiones políticas, afectivas, emocionales. Cápsulas de sentido contenidas en una narración cercana a las dos horas mediante la que los grupos poderosos del cine conquistarán la imaginación social sobre asuntos del mundo. Base creativa y sustancia formal de expresión de una época de esplendor del negocio del cine.
Con el largometraje, sobre todo la industria, cerrará la puerta a todas esas formas de duración fragmentarias, anecdóticas, instantáneas, que habían caracterizado a la primer década del cinematógrafo.
Cuando pensamos aquellos hechos desde la realidad audiovisual del momento actual, volvemos a encontrarnos con los síntomas del cambio de ciclo. Una época de explosión productiva como la que estamos viviendo, de operadores anónimos en constante producción, donde nos informamos hipertextualmente, donde navegamos en la red buscando instantes audiovisuales, saltándo de uno a otro vídeo para componer nosotros mismos una visión sobre un tema, en la que aceptamos casi con gozo la brevedad de un relato, de una anécdota doméstica, de un simple plano secuencia relatando un hecho social, etc, una época así nos lleva, inevitablemente, a pensar en la crisis profunda del largometraje.
¿En qué consiste dicha crisis?
Por un lado, es una crisis del tiempo de narración, un conflicto de duración del relato, una crisis de construcción en las técnicas de persuasión clásicas, comerciales e incluso autorales. El largometraje ha pasado a ser una forma de duración más en el contexto de las innumerables formas cinematográficas y audiovisuales que se producen. Ha perdido esa gran hegemonía que lo sostuvo durante casi su primer siglo.
Por otro lado, podemos hablar de una crisis del control propietario de ese gran relato del cine, sabiendo que una crisis de propiedad es, en cierta medida, una crisis de sentido. Si el cine, como el de las grandes fábricas de Hollywood, supo imponer en las salas de todo el mundo un tipo de formato audiovisual como el largometraje y ahora debe hacer cada vez mayores esfuerzos para convencer a un público que le permita rentabilizar su esfuerzo, es obvio pensar que sus propietarios han perdido poder y exclusividad de impacto en el imaginario social.
El público que quiere ir a ver las últimas películas de este formato, puede ir a una sala o verla en su casa, consciente de tener que disponer de esa hora y media o dos sumergido en una estructura de sentido de alguien que nos ha querido, dicho coloquialmente, “vender su rollo” y que por más arte o espectacularidad que pueda constituir dicho relato, no deja de ser el rollo de un director y su equipo y de los inversores que lo han querido hacer posible. No es que sea bueno o malo, sino que es un relato más para el que podemos o no estar dispuestos, dependiendo del día y en mitad de una infinidad de ofertas. Todo aquel valor absoluto que el cine gozó en otra época con el largometraje, ha decrecido considerablemente.
La crisis del largometraje es, también, un síntoma más de la crisis de su sistema de producción, el formato que ha mantenido a la propia industria del cine. Digamos que si un sistema de fabricación de un tipo de zapatos disminuye sus ventas por perdida de interés en su modelo y por la aparición de una gran cantidad de otras formas de calzado e incluso por la aparición de muchos otros productores de zapatos, pues, es bastante probable que todo su sistema se tambalee y aparezca la necesidad de un reajuste general de su producción si quiere mantenerse. El largometraje no ha sido más que un tipo de calzado rentable.
Es en este reajuste general y esta crisis de la forma más hegemónica del cine donde tenemos la oportunidad y la obligación de imaginar y poner en prácticas nuevas maneras de comprensión, fabricación y uso de la representación cinematográfica.
El cine, en definitiva, aportó la gran novedad de la duración, la simulación del tiempo de la que la fotografía y la representación artística en general, carecía.
Un nuevo cine debe recoger en su concepción todas las formas de duración utilizadas hasta ahora, debe recategorizar y revalorizar por igual las posibilidades que ha ofrecido.
Un criterio práctico y dicho a la carrera, para entendernos, sería comprender el material del cine como un nuevo catálogo de duraciones sin resaltar ninguna por criterios heredados: el plano como unidad de tiempo, una escena (como una serie de planos que captan la acción en un mismo espacio tiempo) una secuencia (como una serie de escenas), la película (como una serie de secuencias), la filmografía (como una serie de películas). Todas estas duraciones tienen en sí y sin valorización de una sobre otra, potencia expresiva. Desde el plano a la filmografía, lo que les diferenciaría solamente a cada uno es su valor de uso y su valor expresivo. Es decir, que utilizar la potencia de lo filmográfico o la potencia de un solo plano, dependerá de lo que queramos cinematografiar y no de una convención preestablecida.
La crisis del largometraje como sustento y sentido casi único de toda la producción cinematográfica, debe permitirnos abrirnos al cine en toda la riqueza de duraciones que ha tenido, una vez acabada la tiranía arbitraria del negocio donde el largometraje se alzó como expresión máxima del cine.
Los films de los orígenes (apenas planos fijos sobre algo que ocurría delante de la cámara) y la extensa filmografía de un director o una gran corporación, no son más que dos medidas cinematográficas de producción, dos medidas de cine, dos medidas de relación con realidades filmadas, cada una con su propio valor histórico, político, estético, formal de acuerdo a las condiciones y posibilidades de filmación y producción que les dieron vida. Todas conviven hoy en la red como mosaico inabarcable para el espectador que navega y todas deberían habitar como posibilidad de uso en la cabeza de quien filma con igual libertad y revalorizada potencia.
Nuestros materiales nos han ido obligando con el tiempo a tener que lidiar con diferentes duraciones. Y cuando tratamos de encerrar en hora u hora y media una cantidad de horas de material, no lo hacemos más que como un criterio de uso, pensando en la devolución a los propios protagonistas con quienes trabajamos, en el tiempo que tendremos para visionarlo en una sesión de trabajo. Solemos cambiar permanentemente de versiones de acuerdo a lo que se quiere revisar. Agregamos tiempo después de un corte que parecía final, una nueva escena por algún acontecimiento. Si luego, un documento de una hora resulta un formato cómodo para espectadores remotos, es decir, para una exhibición convencional en una sala, bienvenido sea, pero una vez más, la duración, la respiración del cine, viene para nosotros de la relación social de producción y no de algún colgado criterio venido de la vieja y tiránica letanía del negocio. Liberar el tiempo del Cine, liberarnos del tiempo del Cine, quitarnos poco a poco todo el lastre que condicionó la historia del Cine-Dinero.

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