domingo, 6 de octubre de 2013

Más allá de la verdad. El cine, el cuerpo y la posibilidad de trascendencia de una vida cualquiera.


En uno de los momentos de la película Más allá de la Verdad dice su hija Giovana sobre la película: ... “esto queda para poder tener un recuerdo para toda la vida,  físico y real que lo pueda ver”...
"Un recuerdo físico y real"... quizá parezca obvio pensar que si una película no es la realidad sino solo su representación, Más allá de la verdad, no se distinguiría de lo físico y lo real de cualquier otro recuerdo fotográfico o videográfico que solemos guardar de nuestros seres desaparecidos.
¿En qué consistiría entonces ese énfasis de Giovana por remarcar una sustancial diferencia de calidad  “física y real” de ésta película del resto de los materiales que también conservan de él? 
Siempre encontramos documentos fotográficos y  vídeos que reproducen en imagen y sonido, un momento determinado de la persona en vida. Sacamos la foto, ponemos el video y rememoramos los momentos. Es la evocación espontánea, de un registro espontáneo.
Pero el cine supone mucho más que una simple rememoración porque está atravesado generalmente, por un proceso profundo de reflexión para llegar a las representación que crea.
En el caso de Más allá de la Verdad, la aventura de Gioacchino Di Blasi fue justamente la superación con creces de la espontaneidad de los registros que hacemos para capturar momentos y guardarlos. Porque la película estuvo atravesada por el aprendizaje vertiginoso de este hombre cualquiera, de lo que significa el medio cinematográfico y de su proceso de apropiación a partir del cual trascendió más contundentemente su propia desaparición.
Aquella persona anónima que comenzó el film  aceptando una mañana el desafío de hacer una película, iría a realizar una inmersión corporal, mental, imaginativa, emocional  en su propia película, al mismo tiempo que la hacía. Lo que vemos en la hora y 45 que dura, son los restos elegidos de una larga maniobra de control de las posibilidades del cine.
Gioacchino comenzará primero con una narración oral como punto de partida para ordenar el contenido de la película sobre su vida. A partir de ahí podría algún guionista avesado dar el salto a la creación de un guión que pudiera ser ficcionado hasta que al final hubiéramos obtenido también otra película. Ni mejor ni peor que la que con los procedimientos de Cine sin Autor alcanzamos. Simplemente otra.
Su relato comenzará a sostenerse por la materialidad de su propio cuerpo delante de las cámaras. Empezamos a intuir que podría tratarse de una película narrada donde su personaje, él, fuera el sujeto visual al que seguir mientras su particular, poderosa y poética voz, nos fuera relatando sus reflexiones.
Las primeras escenas eran eso. El personaje, su cuerpo en escena en lugares cotidianos que luego el acompañaba grabando una narración espontánea mirando las imágenes. Introducía su voz como relato oral, como el explicador de las primeras épocas del cine, que dotaba de sentidos y de poesía las imágenes.
Pero a medida que pasó el tiempo, Gioacchino ya no fue solamente el personaje en escena y la voz reflexiva interior. No actuaba, siempre insistía justamente en que no podía programarse como actor “ cuando tú me dices acción, yo me meto en el personaje, (en él mismo) y vivo las cosas. Pero no quiero aprenderme un guión” - demando siempre, rabiosamente, la cámara directa.
A medida que fue rodando y montando, iría descubriendo las muchas  otras posibilidades que el cine ofrece. La ficción apareció en su obsesiva pretensión de narrar. El horizonte se abría y comenzó a  planificar una escena protagonizada por él y otras que el mismo dirigiría en su  puesta en escena aceptando que otros cuerpos ocuparan el lugar de su ficción, que era el de su memoria o la de sus imaginaciones. 
Pasados unos 6 meses, filmaría una ficción de su propio suicidio con una precisa planificación que combinaba los planos que su imaginación demandaba y la cámara directa que requería para poder “vivir” las escenas.
El cuerpo, su cuerpo, su personaje, encontró la posibilidad de habitar su propio futuro, de anticiparse a la muerte que hubiera deseado. En un lugar lejano, a la orilla de un río, en su coche, con el gas de su caño de escape, una pastilla para dormirse, la música que él mismo eligió y la agitación respiratoria, real y no fingida, ponía cinematográficamente fin a su vida, para luego verlo en la pantalla.
Cuerpo escénico en la ficción imaginada, en el tiempo futuro, respiración real de su propio estado de salud deteriorándose. Una amalgama de recursos cinematográficos que salidos del propio dominio del medio que estaba alcanzando, producían en una tarde de noviembre, una  prolongada escena de cine que posiblemente jamás hubiéramos filmado sin su entendimiento del cine.
Meses antes, otra ficción había surgido de su memoria. Nos sumergiríamos en un rodaje donde él no sería el protagonista sino el director. Larga preparación para encontrar a una vecina que hará de la monja que, con su castradora disciplina, dejaría una huella perturbadora en su recuerdo. Un niño, otro pequeño vecino, lo sustituiría en su papel de aquellos años. En una nave de matadero y rodeado de técnicos y personajes, con mucha dificultad respiratoria, dirigía desde una silla con los gestos de un viejo director, todo aquel andamiaje de ropas, luces, cámaras y acciones. Veía delante de él lo que su recuerdo había conservado imborrable. No lo veía en una pantalla, lo veía hacerse. Su cuerpo estaba en medio de las idas y venidas de unas quince personas que preparaban la evocación de aquel recuerdo. No era un registro espontáneo, era el resultado de una larga planificación. Cuerpo en la memoria que dos meses después vería, en su cama del hospital , ya la escena montada, para darnos su aprobación. Cuerpo débil, cuerpo a punto de irse, cuerpo que reaccionaba a la ficción tomándose la mano como si aún, la regla de la monja pegándole en su mano derecha, le reviviera la impotencia.
Pero al terminar de planificar aquella escena se le ocurriría otro juego nada inocente. En aquel ambiente lúgubre de una nave oscura apenas iluminada porque representaba la oscuridad de su memoria, con la escena vacía, Gioacchino proponía que una vez deshabitada de personajes el espacio escénico de la ficción, un pupitre, un escritorio que evocaba el colegio de su infancia, el entraría en escena otra vez para sentarse en el mismo pupitre en que lo hiciera su pequeño actor.
Rompería la ficción con su cuerpo, entraría en el espacio escénico de su memoria como el hombre de 79 años que al ficcionar vencía y que vencía también al ocupar aquel espacio real donde acababa de revivir su recuerdo.
Una y otra vez jugó al juego del cine. Una y otra vez lo rompía con la inusual vitalidad de su imaginación.
La frase de Giovanna, fue dicha 5 meses después de su muerte. Era en Valencia. Gioacchino ya no estaba. Hacia allí nos trasladamos con sus dos hijas y su mujer, para grabar las últimas escenas que había dejado planificadas. Cuerpo ausente, cuerpo presente, cuerpo en la memoria. Allí estábamos por él. La película incorporaba otros cuerpos, los de su familia. Cuerpos de amor. El que atraviesa su película.  La imaginación de un hombre común que aprendió los secretos del cine para darse el último lujo, el mejor regalo que cualquiera merece: el de trascenderse a sí mismo. 
La película no acaba. En 11 días llenaremos seguramente la sala Azcona de la Cineteca de Matadero Madrid para ofrecer el corte final, ni siquiera la película acabada. Se apagarán las luces, veremos en una pantalla enorme todo este recorrido. Aparecerá Gioacchino en todo su esplendor. Cuerpo fílmico, cuerpo real. Su voz resonará en la sala. Parecía muy sencillo. Los últimos días de hospital. Un mensaje directo al espectador que grabó antes de irse:  Sed vosotros mismos... sin influencia de nadie... mal o bien ... sin falsedad y sin pudor... diciendo toda la verdad y más allá de la verdad. 
Gioacchino cerraba su obra para dejarla abierta a sus seres queridos y a la trascendencia de si mismo a través del cine.

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