
En estos últimos meses nos tocó hacer un Documento fílmico de hora y media sobre la okupación de una casa por un grupo de jóvenes en Madrid.
Pegamos la cámara a los simple, al sistema de gestos, al microacontecer cotidiano, a los segundos y luego montamos las secuencias. Cine familiar para uso de sus protagonistas. Pero luego nos encontramos con una especie de resistencia a encontrarle a aquella pequeña película, su validez. Prejuicios a la hora de verlo pensando en exhibirlo.
Posiblemente se trata de una validez comparativa, búsqueda desesperada del valor de secuencias ¿sin historia?¿sin mensaje? ¿sin ideología?. Los y las jóvenes de la okupa, discutieron al verlo sobre su valor político y dudaban de la posible utilidad de una película sin ese "discurso político evidente".
Las preguntas nos surgieron en el propio acto de “ver para montar”: ¿La vida cotidiana tiene historia?. ¿La contemplación de la vida en tiempo real tiene sentido narrativo y discurso ideológico incorporado? ¿No será que le exigimos al acontecer una concordancia con los discursos, relatos, ideologías aprendidas, sentimentalidades narradas, que vienen como espectros despóticos y fantasmas malolientes a exigirnos “el sentido de las cosas” sin dejarnos contemplar el simple acontecer de nuestra “microcotidianidad”?.
Un cine de “momentos cualquiera” ¿no es cine? o ¿estamos entrenados para ver, a veces, estupidamente, lo cotidiano como si fuera una historia, una exposición ideológica, una narración coherente, un relato que cierra?
Volvemos a Comolli: "se trata de quitar la máscara de las convenciones o -mejor- del juego de roles que a través de las expresiones económicas y políticas dominantes parecen haber dejado de lado toda autenticidad en las conductas, las prácticas, los cuerpos, las palabras".
Ahora nos hemos obsesionado. Cada vez pegamos más la cámara al detalle y nos olvidamos del tiempo. “Filmar para ver”, se llama el libro que citamos y que recuerda la máxima godardiana. Pues “montamos para volver a ver”.
Antes, lo que nos interesa es seguir viendo la preparación lenta de un cigarro, el muro que está derribando la italiana en la okupa, el water lleno de mierda que están destapando ahí al lado el otro compañero, el aplauso exitado por el enganche de la luz, el abrazo de cariño en mitad de los escombros, el silencio cansado del que se ha dormido en un sofá lleno de polvo o la policía grabada por un minúsculo agujero cuando aparece en la puerta y nos amenaza por apuntarles con nuestra cámara desde la azotea.
Si para algo nos sirven estas armas del registrar, es para ver cada vez mejor. Para ejercitar la contemplación desprogramada de lo cotidiano sin tanta farsa espectacular e ideológica. Si para algo nos obsesionamos con montar películas sobre el microacontecer de los seres que queremos, es para asegurarnos, por lo menos, de que no nos quiten la validez de nuestros “momentos cualquiera”, la validez del gesto que ¡claro que es político, siempre!, la validez de documentar nuestro cotidiano para tener algo que no nos haga olvidar lo discreto y continuo de nuestra vida.
Después de todo, las formas capitalistas de ser necesitan personas sin memoria y la cámara nos sirve para no seguir ese cínico juego.
Eso... ¡ que estamos grabando!.