domingo, 1 de abril de 2012

El fantasma de la magia del cine. Las películas, la mirada y el tiempo.

Esta semana nos decía un amigo que es director de educación en un centro de arte de Madrid, que dejarán de hacer los ciclos de de exhibición que venían haciendo porque “el formato está acabado, va muy poca gente y allí no pasa nada”. Y aunque elegían una programación interesante, difícil de encontrar en otros sitios, parece que la mayoría de la gente si quiere ver una película, está prefiriendo mirarla en su casa, en internet o de cualquier otra manera.
Nos proponía pensar algo al respecto preguntándose “cómo hacer para que en un visionado pase algo”.
Aunque para cualquier amante del cine como nosotros, la imagen de cine en sala o en una buena pantalla grande sigue siendo una experiencia irremplazable, es verdad que los hábitos con respecto a la imagen han mutado de manera desorbitante.
Podríamos simplificar quizá tres hábitos de cine por esquematizar.
Hábito 1. Nos decidimos a ir al cine. Vemos luego qué película nos interesaría más. Afiche de promoción. Sinopsis. Esta no, esta no, quizá esta. ¿Qué te parece si vemos tal peli? Mmm, no sé. Tiene buena pinta. Llega el momento. Prepararse. Vestirse de calle. Posibles llamadas si se va en grupo. Tramo a pie o medio de transporte para llegar a la sala. Puerta del cine. Otro vistazo. Compra de entrada. Esperar los minutos. Llega la hora. Comprar o no palomitas y bebida. Entramos. Buscamos un asiento que más nos permita disfrutar. Esperamos. Se apagan las luces. Pantalla inmensa. Sonido envolvente. Empieza la película. Puede o no haber enganche pero generalmente nos quedamos a verla (hemos pagado para ello). Pasa la hora y media o dos. Termina la película. Recoger. Salir entre los otros espectadores. Caminar. Salir a la calle. Quizá un cigarro. Café o cañas. Comentarios sobre la peli. Volver a casa.
Hábito 2. Click. Estamos frente al ordenador. Pinchamos un enlace sobre un vídeo. Comenzamos a verlo. Cinco, diez, quince, 30 segundos. Click. No nos gustó. Seguimos. Click. Cambiamos de interés. Click. click, click. Pasamos a Faceebook. Título. Título.Título. Click. Una noticia llama la atención. Click. La empamos a leer. Uf,muy larga. Ya la leeremos. Click. Volvemos a Faceebok. Seguimos para abajo. Otro vídeo. Click. Cinco, diez, quince segundo. Me interesa. Miramos un poco más. Estamos en la ventana pequeña. Click. Pantalla completa. Click. Click. Click. Quizá lo terminamos si no es muy largo.
Habito 3. Otra vez en el ordenador. Se nos antoja ver alguna película. Vamos a las pelis descargadas o a una página de exhibición. Click, click. Elegimos una. La vemos.
Habito 4. Estamos en casa. Se nos antoja ver una película. Vamos a la estantería de DVDs. Elegimos una. Preparamos todo. Pantalla con proyector o pantalla de televisión. Nos sentamos cómodos. Alguna cosa para tomar y comer y ponernos cómodos. Ponemos la peli. Puede interrumpirse o no, por algo, una llamada. Paramos al rato por algo más para picar. Terminamos la peli. Nos quedamos comentando en los mismos sillones si es que no la hemos visto solos y nos quedamos en silencio.
El primer conjunto de hábitos pertenece a la primer Historia del cine. Su época más religiosa. Cuando sus templos eran el centro indiscutible de la imagen en movimiento. Muchos templos quedan aún y la industria busca por todos los medios crear películas con mayor impacto audiovisual, mayor eficacia envolvente, 3D por ejemplo, para continuar el rito rentable.
El resto son hábitos actuales. Una imagen audiovisual inmersa en el conjunto de la información o metida en una microcarpeta silenciosa reducida a dígitos en nuestro ordenador o un soporte, CD, DVD, que los contiene, que al golpe de click despertará de su sueño en el mundo misterioso de los datos para convertirse en imagen y sonido.
Ambos hábitos conviven aún, pero obviamente tienen grandes diferencias. El primero conserva su carácter de ritual, es necesario el traslado físico a un sitio diferente del que habitamos, en propiedad de otros dueños que definen el protocolo de acceso, mediado por el dinero, con un contenido pautado que se ofrecerá sin posibilidad de elección, durante un tiempo definido por sus propietarios del que salirse no deja de sentirse como una anomalía, un desperfecto, una falta de respeto quizá. Un templo en el que se exige desaparecer en el silencio receptivo ante la omnipresencia de un film. Donde cualquiera entiende y tiende a respetar el contrato implícito que supone el espectáculo. Durante unas breves horas, dejaremos atrás nuestra vida para sumergirnos vía nuestros sentidos más activos, en un mundo que no somos nosotros. El resto de las personas de fuera saben perfectamente qué está pasando allí. Apagamos nuestros móviles como reflejo de una voluntaria incomunicación con nuestro entorno social, como aislamiento que nos centra en el único acontecimiento que sucederá desde el principio hasta el fin de la película. Un tiempo elegido también por sus diseñadores que hasta nos ponen los créditos de quienes hicieron la película para avisarnos que ha terminado la experiencia. Todo un viaje perceptivo.
Los otros tres hábitos son domésticos, no suponen desplazamiento físico, no debemos vestirnos de calle, son una actividad sin respeto de protocolos, sin que medie el dinero, que puede interrumpirse sin más si cualquier acontecimiento, necesidad o comentario se impone. Nadie sabe en el exterior que en nuestro recinto privado está sucediendo ese hecho de ver una película y dejamos abiertos los canales de comunicación. Podemos o no estar centrados en ese recorrido audiovisual que otros han diseñado. Podemos dejar la experiencia o seguir según nuestra conveniencia.
La decadencia del ritual del cine, su caducidad, no llega a ser un problema más que para quienes se benefician de dicho ritual. Es, simplemente la caducidad de todo el dispositivo que lo sustentó durante su primer siglo. No es un desinterés por el cine sino por un tipo de práctica social cinematográfica.
Pero una pregunta que surgía en la conversación con nuestro amigo era importante para “repensar” la exhibición como fenómeno social: haber perdido su religioso ritual ¿significa que vemos mejor una película?
Lo que parece seguro es que tanto el ritual con el que nos vinculamos con el cine, como su forma de percepción han mutado radicalmente. Nuestra forma de relacionarnos con las películas tiene poco que ver con la de hace unas décadas atrás. Fundamentalmente han cambiado el tiempo y las maneras de elegirlas.

De todas maneras, no toda la caducidad del formato del cine debe ser despreciado u olvidado sin más.
Los hábitos actuales han producido en el espectador-usuario un cortocircuito en su capacidad temporal y afectiva de relacionarse con el material audiovisual.
No termina de estar claro si vemos mejor. Sabemos que estamos más apurados, somos más automáticos y veloces en la elección o en el descarte de películas. Nos hemos habituado a bucear entre un banco incabarcable de materiales con mayor intuición. Hemos perdido la devoción por “la película en su templo”.
El espectador del ritual del cine en sala, vivía (vive aún cuando acude) la experiencia de esas breves horas de exposición, bajo un cierto estado de hipnosis, de entrega casi total a la realidad que le era exhibida. El cine, sobre todo el basado en la fotografía, siempre ha tenido una extraña e irracional sensación de que aquello que veía era verdad durante el tiempo que duraba la película. Y en cierta forma, una película es una verdad perceptiva y emocional que vivimos. No la realidad que puede simular pero sí la realidad interior vivida ante la exposición. Es verdad que hemos llorado. No es verdad que se murió la actriz en la escena final.
Era un estado de ingenuidad mayor. Esa pantalla inmensa que podía desbordad la presencia del espectador, esa sala a oscuras donde el film era la única actividad atendible y el único motivo para estar allí, más el ritual de prepararse, trasladarse y pagar, suponían un estado propicio que en alguna medida aseguraba de antemano que el evento cine, el encuentro de espectadores con una película y en una sala preparada para tal efecto, se produjera sin dificultades. Y aún hoy, el ritual funciona. No ha perdido sus cualidades. Lo que ha perdido es competitividad porque hay muchas más maneras de ver una película.
El espectador actual ha perdido esta inocencia del ritual. Ve más cosas pero no sabemos si ve mejor. Su tiempo-click lo ha convertido en un consumidor voraz de instantes audiovisuales. La interactividad con las pantallas nos ha sacado de la hipnosis, nos permite la intervención en el cuadro interactivo y nos ha dotado de un tactil activismo. Pero ver mejor, ver con paciencia, disfrutar plásticamente del ocurrir de las cosas, si no lo hacemos en la vida diaria por qué habríamos de hacerlo frente a una película.
Quizá, nos detenemos poco y consumimos mucho.
En nuestro cine el acto de la exhibición vinculado al ritual es un acto secundario. Pero también es secundaria la alternativa de ofrecer nuestras películas en las autovías virtuales. La exhibición es un momento de trabajo común entre los espectadores presentes, vinculados a la producción. De las pocas veces que hacemos una exhibición a espectadores remotos (ese antiguo espectador primero del cine) sentimos esa vaciedad de la que hablaba nuestro amigo: la verdad es que no pasa nada.
Salir de la hipnosis cinematográfica de antaño y sumergirnos en un consumismo voraz de imágenes, tampoco es un gran paso. Entre estas dos situaciones, nosotros hemos optado por desplazar la fascinación del espectador al campo de la producción. A que se fascine y descubra el cine produciéndolo, viendo lo complejo e interesante del proceso de producción de un film, ofrecer ámbitos cercanos de producción y crear costumbre en las nuevas generaciones a que descubran que la magia del cine, ya no está en ignorar cómo se fabrica sino precisamente en fabricarla.

No hay comentarios:

Publicar un comentario