lunes, 27 de diciembre de 2010

Cine e institución educativa. Sinautoría: una pedagogía desde el vacío.

Una serie de circunstancias que ya hemos comentado en otras ocasiones nos han llevado a iniciar un proceso fílmico de Cine sin Autor en el marco educativo de un instituto de educación para adultos.
Sabemos que los procedimientos habituales del uso de lo cinematográfico en el aula institucionalizada pasa preferentemente por el análisis de películas de manera literaria, temática y donde el film se utiliza como provocación de un debate posterior al visionado de una película que el alumnado-espectador ha visto: un foro. Sabemos que generalmente hay una relación directa entre los temas principales de la película elegida y los temas que se quieren debatir con dicho alumnado.
La otra forma de relación institucional de “lo cinematográfico” con un aula mucho más escaso y generalmente en ámbitos de educación no formal, pasa por la enseñanza de ciertos aspectos de su realización, casi siempre, manejo de cámaras, conocimientos de guión y montaje. El guión vinculado a una manera de ordenar las ideas para hacer una película, el uso de las cámaras para los rudimentos básicos de captura de imágenes y sonidos que permitan obtener el material con el que trabajar y el montaje vinculado a la enseñanza de algunos programas de edición (Premiere, Final Cut, etc) para que las personas aprendan a editar sus propios materiales audiovisuales.
Ambas acciones suponen o un tipo de alumnado-espectador-debatidor o un tipo de alumnado-aprendiz.
En nuestro caso, el método sinautoral nos hace relacionarnos con otro tipo de alumnado que la propia sinautoría crea: el alumnado-productor. Lo que se forma, en principio, es un vacío socio-cinematográfico en el que hacemos tabula-rasa de la habitual diferenciación social entre cineastas-no cineastas, para crear un “entorno justo de producción”. Es decir, un acuerdo, un contrato de relación en que todos, todas nos ponemos colectivamente en marcha para una producción fílmica en igualdad de valor y participación de los diferentes saberes y experiencias que poseemos. No nos consideramos iguales sino al contrario, nos sabemos diferentes y desde ahí pensamos el trabajo colectivo donde cada uno, una, irá descubriendo su lugar de desarrollo y de aporte dentro del dispositivo en el que estamos produciendo.
Lo cinematográfico en el Cine sin Autor al ponerlo a funcionar en un aula institucionalizada, crea una suspensión de lo pedagógico. Suprimidas las categorías de enseñante y aprendiz al estilo rancieriano del maestro ignorante comienza un trabajo colectivo mutuo sobre la película en cuestión que nos vincula. Se comienzan a “revelar” progresivamente los temas, los escenarios, personajes, tramas, historias, secuencias de un film posible que se irá edificando entre y con todas las personas del colectivo.
Una de los primeros efectos de este vacío pedagógico en la experiencia que estamos desarrollando en Tetuán, es que la necesidad de llenar colectivamente esa ausencia de saber preestablecido (el tema que hoy nos ocupa es...-diría el profesor, la profesora-) nos ha llevado con rapidez a la aparición de un menú temático surgido de los intereses del alumnado: drogas, música, amor, maltratos, vivienda, relaciones familiares, interculturalidad... que quizá si hubieran sido inducidos o propuestos profesoralmente no hubieran tomado la misma vitalidad, intensidad y vehemencia que están tomando a la hora de debatirlos en las sesiones para planificar su puesta en escena.
Ahora bien, esta explosión de libertad creativa, trae aparejado en el primer mes de trabajo, unas interrogantes con respecto a la institucionalidad de la experiencia. La película tiende a irse en cuerpo y temas del ámbito del instituto y de toda relación con el grupo docente que la ha permitido. La libertad y confianza inusual que la dirección del centro ha otorgado a la experiencia de Cine sin Autor, ha permitido comenzar una película sobre lo que el grupo ha querido, sin restricción alguna y desbordando las expectativas e intereses por las que el claustro de profesores y profesoras permitió comenzar la experiencia: se trataba de que un grupo de alumnos del instituto contara, a su manera, el barrio. Se esperaba algo más documental, con intereses más curriculares, con entrevistas, etc.
Cuando creamos el grupo, éste se decantó rápidamente por una ficción que obviamente se va a desarrollar en diferentes escenarios del barrio pero que en principio se ha saltado cualquier referencia al instituto y que abandona la actitud documental esperada por los intereses de los docentes.
Recién en la penúltima sesión, apareció una escena corta que podría desarrollarse en una de las aulas. Pura anécdota.
Empezamos a reflexionar ahora en qué momento convergirán docentes y jóvenes. A preguntarnos si un encuentro para que vean mutuamente el material en proceso es necesario. Si ese encuentro (que deberá ser grabado) aparecerá como una parte del film, como un corte abrupto de la ficción que los jóvenes están desarrollando. Si ese corte abrupto de la trama de los jóvenes no reflejaría formalmente la posible irrupción real de lo institucional en sus vidas. Una exploración posible de las relaciones entre el imaginario de la juventud y el imaginario docente y el de nuestro colectivo.
Y justamente en este instituto no ha habido censura institucional alguna, no estamos hasta ahora planteando posibles enfrentamientos tópicos de malos docentes que castran la juventud y otros tantos lugares comunes que podríamos alimentar. Más bien vamos recorriendo el camino con asombro. Estamos pudiendo desarrollar un proceso de película, en un instituto, con respeto de todas las partes, con colaboración y entusiasmo.
La experiencia nos está forzando a repensarnos y rehacer nuestros propios prejuicios.
Resulta claro ya que este tipo cine planteado como un entorno social de creación fílmica, tiene un potencial humano y colectivo enorme. Pero también resulta evidente que la fuerza de esta sola palabra en el imaginario es tan fuerte que cuando se la asume como posibilidad (¡vamos a hacer una película! ) desborda cualquier marco que quiera retenerlo. Vuelve a pasarnos esto.
La sinautoría en un aula, como suspensión de lo pedagógico que suele habitarla, desata en el alumnado toda la fuerza de ese imaginario que heredamos.
Cuando decidimos poner en manos de cualquiera una herramienta tan exclusiva y elitista como lo fue el cine, puede ser que las personas no cineastas no sean conscientes de la intensidad que atraviesa su imaginario, pero quienes nos dedicamos un poco más a recorrer esa corta y avasallante historia del cine, sentimos la fascinación, el desafío y la interrogación profunda sobre lo que una cinematografía verdaderamente popular, hecha por grupos y colectivos organizados, pueda llegar a originar.
Alguna vez hemos hablado de unas nuevas funciones políticas para el oficio de cineasta En su relación con las instituciones educativas, ser cineasta significa justamente una persona al que su oficio le permite poner en crisis las relaciones institucionales existentes en un centro educativo para abrir un nuevo marco relacional. Que al introducir la posibilidad de hacer cine, está introduciendo un espacio de nueva operatividad creativa, de nuevas interrogantes, de inéditas fantasías. Que al poner en juego una serie de procedimientos y saberes fílmicos pondrá en funcionamiento mecánicas de producción que desbordarán la cotidianidad del aprendizaje. Alguien que introduce con el cine, procesos de excepción que provocarán una obligada suspensión de lo pedagógico y que llenarán de sorpresa, de intensidad, de vida, el resto de aprendizajes.

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