Estados Unidos. Algo pasa.
“Unas salas situadas en la planta baja de un edificio -mal iluminadas, lúgubres y sin ventilación-, abarrotadas de hombres, muchachas obreras solas, hordas de niños también solos y familias enteras. Cines que funcionan sin parar desde muy temprano por la mañana hasta última hora de la noche. Al no haber horario, la gente entra y sale en cualquier momento: después de hacer compras, a la salida del trabajo, los domingos; en fin, siempre que dispusieran de quince o veinte minutos..."
¿Qué van a ver? Películas sobre “largas persecuciones, la corrupción en la política municipal, el escándalo de la trata de blancas, la explotación de los inmigrantes; un cine que defiende la causa de los obreros, que presiona a los “caciques políticos y a menudo otorgaba dignidad a la lucha de los pobres de las grandes ciudades”...
No es que se hubieran vuelto comunistas. Son los finales de la primera década del siglo XX.
¿Qué pasaba además? Que había un partido progresista que estaba generando un reformismo en el país. Que denunciaba la corrupción del Gobierno, la explotación de menores, las condiciones de vida en las ciudades, la prostitución y el alcoholismo. Que afirmaba que los bares, las salas de baile y los prostíbulos atentaban contra la vida familiar tradicional y que querían que el Gobierno creara un ambiente más habitable y reafirmara los valores morales tradicionales victorianos mediante una legislación protectora.
No estuvimos ahí. Tomamos por cierto el relato a Gregory D. Black en las descripciones que hace del cine de esos años, en su libro Hollywood censurado.
Dice que para estos reformadores progresistas, el cine era un medio de recreación especialmente problemático. “Sentados de un modo pasivo en la oscuridad, sus jóvenes mentes se dejaban corromper por películas perniciosas, mientras el aire viciado contaminaba los pulmones”. “Las horas de asueto determinan la moralidad de la nación”, decía un tal Joseph R. Fulk, delegado de educación de Nebraska.
Jane Addams, reformadora social escribía “todo lo que veían en la pantalla se transformaba directa e inmediatamente en acción". Le parecía increíble "que una ciudad permita que miles de jóvenes llenen sus influenciables mentes con las absurdidades (de las películas), las cuales sin duda se convertían en los cimientos de sus códigos morales”.
Los ministros, los trabajadores sociales, los reformadores de los derechos civiles, la policía, los políticos, los clubes de mujeres y las organizaciones ciudadanas se unieron al movimiento, acusando al cine de incitar a los jóvenes al crimen porque glorificaba a los criminales y de corromper a las jóvenes porque idealizaba aventuras amorosas ilícitas.
La campaña a favor de la censura creció. La prensa se tomó parte: El Pittsburgh Post afirmaba que muchas películas “no eran aptas para adultos decentes”; el News de Chicago se lamentaba con que “un invento que ofrece tantas posibilidades y que podría ser un entretenimiento sano se convirtiera en un medio para explotar el crimen, los robos y las tragedias”; En Kansas City detuvieron al propietario de un cine local por exhibir “películas inmorales”. No obstante, el Globe Democrat de Saint Louis, el Record de Nueva Jersey salen en su defensa y la polémica sobre la censura cinematográfica - sigue diciendo Gregory Black- atrajo la atención de todo el país cuando el 24 de diciembre de 1908 el alcalde de Nueva York, George B. McClellan dio repentinamente la orden de cerrar todas las salas de la ciudad.
Los nickelodeones eran un antro de perdición para la buenas costumbres y la moral norteamericana. Los productores, como siempre, solo querían obtener beneficios, no predicar.
El cuento es largo.
El final:
A un tal Frederick C. Howe, reformador social de Nueva York y Cleveland se le ocurre impulsar la idea de que el Estado debía hacerse cargo de la situación y regular este importante medio de expresión. Solo se producirá la película segura y sana, la puramente convencional. Los dirigentes de la industria terminarán censurando sus propios productos.
Para los años veinte, el nickelodeon había sido sustituido por enormes palacios que tenían cabida para miles de personas. Ir al cine era casi como ir al teatro o a la ópera. Los espectadores se encontraban en grandes vestíbulos ornamentados... y dotados de acomodadores y acomodadoras corteses y uniformados que los acompañaban a sus butacas. Se podía comprar tentempiés recién hechos y poco costosos y muchas de las nuevas salas disponían de guarderías con personal cualificado para que los padres pudieran disfrutar del espectáculo sin el coste adicional de una niñera.
Casi un kinépolis.
El cine se había adaptado para la feliz concurrencia de su burguesía.
Todo ese barullo histórico que habíamos leído semanas atrás se nos cruzó en la cabeza mientras decíamos “acción” en medio de otro griterío menor para rodar una escena con los jóvenes de Tetuán en el parque contiguo a su instituto.
¿Por qué?
La moral, quizá.
Grabábamos dos escenas improvisadas (de un argumento general que no revelaremos, claro): una chica que trae la droga a un compañero de clase que de inmediato comienza a hacerse un porro para su fiel registro. Mientras, en la otra escena, un grupo de chicas conversan hasta que aparecen otras dos compañeras. Una lleva velo (tiene ascendencia marroquí en la vida real) y llega despotricando contra su madre por las frecuentes restricciones que le impone. Su colega comenta que está loca. De repente, una de las protagonistas ve una patrulla policial a lo lejos (no contratados por nosotros, lo juramos) y comenta airadamente: “menudos capullos, ya están ahí los cabrones esos”. La conversación sigue y en un momento, las demás amigas comienzan a incitar a la chica de origen marroquí a que se quite el velo (para no parecerse a una virgen) y aconsejándole que pase de las costumbres de su madre y de su familia.
Esos son los temas iniciales que han planteado: trapicheo de droga, desobediencia a la familia y a la ley musulmana, insultos a la policía, amor en una fiesta privada, maltratos en una pareja de jóvenes...
Hemos puesto “una pantalla en blanco y unas cámaras en la mano” para que un grupo de jóvenes ejerza la posibilidad de autorepresentarse y liberen su potencia imaginativa. Partimos de una ausencia de censura. Su película les puede llevar a una controversia con su entorno inmediato y con la moral social familiar, la institucional, la policial, la vecinal ya que el Cine sin Autor se exhibe primero y durante su proceso mismo, en el propio lugar donde se está elaborando.
Quizá por eso nos vino ese cuento del cine en su origen. Esa etapa convulsa que le acusó de dudosa moral por sus contenidos y sus formas y de corromper a la juventud norteamericana atentando contra su moral. Por la alerta que despertó la potencia del cine en sus orígenes.
Nos quedamos pensando. En nuestro caso, es el segundo grupo de jóvenes que se embarca en un proceso cinematográfico con nosotros apropiándose del dispositivo de una manera intensa y desbordante. Seguramente habrá más. Nos encantaría ver pequeñas hordas juveniles inundando los barrios en busca de sus películas, representando y desafiando críticamente la moral del mundo que les ha tocado vivir.
No estaría mal que un siglo después, en su Segunda Historia, el cine volviera a corromper a la juventud ya no por lo que sus películas muestran sino por las películas que los y las jóvenes mismas sean capaces de hacer, organizándose.
“Unas salas situadas en la planta baja de un edificio -mal iluminadas, lúgubres y sin ventilación-, abarrotadas de hombres, muchachas obreras solas, hordas de niños también solos y familias enteras. Cines que funcionan sin parar desde muy temprano por la mañana hasta última hora de la noche. Al no haber horario, la gente entra y sale en cualquier momento: después de hacer compras, a la salida del trabajo, los domingos; en fin, siempre que dispusieran de quince o veinte minutos..."
¿Qué van a ver? Películas sobre “largas persecuciones, la corrupción en la política municipal, el escándalo de la trata de blancas, la explotación de los inmigrantes; un cine que defiende la causa de los obreros, que presiona a los “caciques políticos y a menudo otorgaba dignidad a la lucha de los pobres de las grandes ciudades”...
No es que se hubieran vuelto comunistas. Son los finales de la primera década del siglo XX.
¿Qué pasaba además? Que había un partido progresista que estaba generando un reformismo en el país. Que denunciaba la corrupción del Gobierno, la explotación de menores, las condiciones de vida en las ciudades, la prostitución y el alcoholismo. Que afirmaba que los bares, las salas de baile y los prostíbulos atentaban contra la vida familiar tradicional y que querían que el Gobierno creara un ambiente más habitable y reafirmara los valores morales tradicionales victorianos mediante una legislación protectora.
No estuvimos ahí. Tomamos por cierto el relato a Gregory D. Black en las descripciones que hace del cine de esos años, en su libro Hollywood censurado.
Dice que para estos reformadores progresistas, el cine era un medio de recreación especialmente problemático. “Sentados de un modo pasivo en la oscuridad, sus jóvenes mentes se dejaban corromper por películas perniciosas, mientras el aire viciado contaminaba los pulmones”. “Las horas de asueto determinan la moralidad de la nación”, decía un tal Joseph R. Fulk, delegado de educación de Nebraska.
Jane Addams, reformadora social escribía “todo lo que veían en la pantalla se transformaba directa e inmediatamente en acción". Le parecía increíble "que una ciudad permita que miles de jóvenes llenen sus influenciables mentes con las absurdidades (de las películas), las cuales sin duda se convertían en los cimientos de sus códigos morales”.
Los ministros, los trabajadores sociales, los reformadores de los derechos civiles, la policía, los políticos, los clubes de mujeres y las organizaciones ciudadanas se unieron al movimiento, acusando al cine de incitar a los jóvenes al crimen porque glorificaba a los criminales y de corromper a las jóvenes porque idealizaba aventuras amorosas ilícitas.
La campaña a favor de la censura creció. La prensa se tomó parte: El Pittsburgh Post afirmaba que muchas películas “no eran aptas para adultos decentes”; el News de Chicago se lamentaba con que “un invento que ofrece tantas posibilidades y que podría ser un entretenimiento sano se convirtiera en un medio para explotar el crimen, los robos y las tragedias”; En Kansas City detuvieron al propietario de un cine local por exhibir “películas inmorales”. No obstante, el Globe Democrat de Saint Louis, el Record de Nueva Jersey salen en su defensa y la polémica sobre la censura cinematográfica - sigue diciendo Gregory Black- atrajo la atención de todo el país cuando el 24 de diciembre de 1908 el alcalde de Nueva York, George B. McClellan dio repentinamente la orden de cerrar todas las salas de la ciudad.
Los nickelodeones eran un antro de perdición para la buenas costumbres y la moral norteamericana. Los productores, como siempre, solo querían obtener beneficios, no predicar.
El cuento es largo.
El final:
A un tal Frederick C. Howe, reformador social de Nueva York y Cleveland se le ocurre impulsar la idea de que el Estado debía hacerse cargo de la situación y regular este importante medio de expresión. Solo se producirá la película segura y sana, la puramente convencional. Los dirigentes de la industria terminarán censurando sus propios productos.
Para los años veinte, el nickelodeon había sido sustituido por enormes palacios que tenían cabida para miles de personas. Ir al cine era casi como ir al teatro o a la ópera. Los espectadores se encontraban en grandes vestíbulos ornamentados... y dotados de acomodadores y acomodadoras corteses y uniformados que los acompañaban a sus butacas. Se podía comprar tentempiés recién hechos y poco costosos y muchas de las nuevas salas disponían de guarderías con personal cualificado para que los padres pudieran disfrutar del espectáculo sin el coste adicional de una niñera.
Casi un kinépolis.
El cine se había adaptado para la feliz concurrencia de su burguesía.
Todo ese barullo histórico que habíamos leído semanas atrás se nos cruzó en la cabeza mientras decíamos “acción” en medio de otro griterío menor para rodar una escena con los jóvenes de Tetuán en el parque contiguo a su instituto.
¿Por qué?
La moral, quizá.
Grabábamos dos escenas improvisadas (de un argumento general que no revelaremos, claro): una chica que trae la droga a un compañero de clase que de inmediato comienza a hacerse un porro para su fiel registro. Mientras, en la otra escena, un grupo de chicas conversan hasta que aparecen otras dos compañeras. Una lleva velo (tiene ascendencia marroquí en la vida real) y llega despotricando contra su madre por las frecuentes restricciones que le impone. Su colega comenta que está loca. De repente, una de las protagonistas ve una patrulla policial a lo lejos (no contratados por nosotros, lo juramos) y comenta airadamente: “menudos capullos, ya están ahí los cabrones esos”. La conversación sigue y en un momento, las demás amigas comienzan a incitar a la chica de origen marroquí a que se quite el velo (para no parecerse a una virgen) y aconsejándole que pase de las costumbres de su madre y de su familia.
Esos son los temas iniciales que han planteado: trapicheo de droga, desobediencia a la familia y a la ley musulmana, insultos a la policía, amor en una fiesta privada, maltratos en una pareja de jóvenes...
Hemos puesto “una pantalla en blanco y unas cámaras en la mano” para que un grupo de jóvenes ejerza la posibilidad de autorepresentarse y liberen su potencia imaginativa. Partimos de una ausencia de censura. Su película les puede llevar a una controversia con su entorno inmediato y con la moral social familiar, la institucional, la policial, la vecinal ya que el Cine sin Autor se exhibe primero y durante su proceso mismo, en el propio lugar donde se está elaborando.
Quizá por eso nos vino ese cuento del cine en su origen. Esa etapa convulsa que le acusó de dudosa moral por sus contenidos y sus formas y de corromper a la juventud norteamericana atentando contra su moral. Por la alerta que despertó la potencia del cine en sus orígenes.
Nos quedamos pensando. En nuestro caso, es el segundo grupo de jóvenes que se embarca en un proceso cinematográfico con nosotros apropiándose del dispositivo de una manera intensa y desbordante. Seguramente habrá más. Nos encantaría ver pequeñas hordas juveniles inundando los barrios en busca de sus películas, representando y desafiando críticamente la moral del mundo que les ha tocado vivir.
No estaría mal que un siglo después, en su Segunda Historia, el cine volviera a corromper a la juventud ya no por lo que sus películas muestran sino por las películas que los y las jóvenes mismas sean capaces de hacer, organizándose.
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