Una de las mayores dificultades que nos plantearon distintos realizadores y realizadoras de la comisión de audiovisual del movimiento 15-M para hacer un cine de manera asamblearia, con gente cualquiera, están relacionadas con las técnicas de realización y la forma de organización del cine. Dificultades lógicas si se piensa que tanto el cine industrial como el cine de autor, han sido practicados como oficio durante su primer siglo y casi en su totalidad, en sociedades occidentales, regidas por funcionamientos capitalistas y dentro de democracias representativas donde siempre es una élite la que gestiona los medios de producción, las instituciones y el dinero.
El pensamiento más problemático que suelen expresarnos dice más o menos esto: si ya es tedioso llegar a acuerdos técnicos, narrativos y estéticos entre los profesionales (director, cámaras, guionistas, etc) resultaba impensable trasladar esos procesos de decisión a a niveles de asambleas populares como los que se han presenciado en España a partir del 15 de mayo.
¿Una multitud discutiendo un plano o un punto de cámara? Eso es imposible -nos replicaban-.
Esta semana leíamos la entrevista de Alain Badiou que publicara en su blog de Público Amador Fernández.
Badiou plantea algunos rasgos de lo que entiende como “una verdad política” vinculada a los nuevos estallidos populares que ocurrieron en lo que va del año, incluyendo el español, definiéndola como “el producto organizado de un acontecimiento popular masivo en el cual la intensificación, la contracción y la localización sustituyen a un objeto identitario. Con objeto identitario se refiere a “aquel al que hay que parecerse lo más posible para merecer una cierta atención por parte del Estado”. Algo así como que siempre es el Estado el que nos define en lo que somos, nos categoriza, nos da una identidad para poder realizar su gestión pública y que una “verdad política” aparece cuando emerge una masiva manifestación de personas que se sienten y se definen como otra cosa no categorizable por ese Estado (sus grupos minoritarios de gestión) y estalla, en el caso español, ese ya conocido “no nos representan”.
Aplicado al cine, parece evidente que al plantearnos un cine de naturaleza asamblearia con la gente (no realizadora) se plantea un problema sobre quién decide y quien gestiona la propiedad de las películas que ostentan a representar el imaginario social de grupos y colectividades en general.
Podríamos decir que junto al voto político, o en el voto político, hay una delegación no explícita que deja en manos de los gestores oficiales del cine y de la cultura en general la tarea de crearnos las obras del imaginario audiovisual y cinematográfico: “ahí tienen mi voto y dentro de la gestión pública que les encomendamos, pues ocúpense también del ámbito cultural y la producción de obras cinematográficas que representen nuestro imaginario”.
Cuando se plantean desde el 15-M el rechazo rotundo a este sistema de gestión público, de delegación pasiva y se le comienza a contraponer un asamblearismo ciudadano, es cuando, en palabras de Badiou, aparece una “verdad política”, un “ producto organizado de un acontecimiento popular masivo”.
Nuestros planteos hacia el cine, que quizá hasta este momento parecían encontrarse en el compartimento estanco de nuestra búsqueda como colectivo aislado, vienen a anclarse justo en este cambio cualitativo, ante la aparición de una nueva “verdad política” (acontecimiento masivo) que plantea otras formas de representarse, oponiendo, como dice Badiou, desde otra forma de presentarse. Si el parlamento es una puesta en escena de los representantes del poder que gestionan los asuntos públicos, las asambleas populares se presentan como otra impresionante puesta en escena de ciudadadanos que crean una presencia y buscan re-presentarse de otra manera para lo cual “el movimiento ha tenido que declarar la vacuidad total del fenómeno electoral (“no nos representan”) en nombre de la presentación”, dice Badiou.
Aún con lo sorpresivo que puede haber sido esta “nueva verdad política”, los desafíos que supone en el terreno político y organizativo parecen aceptarse con cierta rapidez. No parece tan fácil de asumir en el terreno de la gestión y producción cultural y ya cuando lo planteamos en el terreno cinematográfico, la primera reacción es la que estamos encontrando, que es sencillamente impensable: ¿una multitud definiendo el guión, cada puesta en escena, cada plano, cada montaje? ¿una multitud mirando los brutos? Es el fin, como llegó a decir algún colega.
Y no deja de haber una parte de verdad: el asamblearismo ciudadano es inasumible para un modelo de cine tal como lo conocemos. Solo que en lugar de volvernos conservadores de este modelo, lo lógico y pacientemente revolucionario es plantearse cambiarlo, hacerlo mutar, hacerlo crujir para que pueda asumir la nueva realidad.
Pongamos el caso utópico de que se lograra un nuevo orden social en la gestión pública bajo el influjo de esta “conciencia (y operativa) colectiva”, ¿qué pasaría si no cambiamos el modelo de producción y gestión del cine? ¿seguiríamos manteniéndolo como un reducto donde la sociedad que gestionaría los diferentes ámbitos de la vida con formas de participación ciudadana, seguiría anclada en los viejos modelos en la gestión cinematográfica? Todo bien pero, ahí no, ahí seguiríamos haciendo las cosas bajo el influjo de minorías y esquemas basados en el culto a la subjetividad individual. Todo porque los paradigmas cinematográficos, industrial y de autor, no se han desarrollado para permitir que una asamblea de gente se ponga a discutir el proceso de producción de una representación fílmica y porque los y las realizadoras tenemos que entrar en conflicto con nuestros propios métodos de producción.
La disyuntiva parece simplicarse en dos posturas: o nos volvemos conservadores (de los modelos vigentes) o nos empezamos a plantear las preguntas “revolucionarias”: ¿cómo imaginar una operativa que practicamos hasta ahora de la manera en que ya la conocemos en una realidad colectiva con funcionamiento asambleario? La decisión es política:¿ queremos que el cine se democratice hasta convertirse en un asunto donde la gente decida sobre las representaciones que surgen de ella y les representan porque nos parece socialmente justo? Sí decimos que sí, la segunda pregunta es clara: entonces ¿cómo diseñamos un modelo de cine donde cada parte de su proceso sea abierta a esa participación y apropiación ciudadana? Y esto para cualquier realizador o realizadora, son cosas muy concretas: ¿cómo hacemos el guión, cómo el montaje, como el visionado, cómo la gestión de los films, cómo hacemos su circulación, cómo gestionamos sus efectos? Etc. etc.
Otros de los miedos que nos han planteado para un cambio de paradigma es la “perdida de un cine de calidad” al democratizar las decisiones con gente que no tiene ni idea de como se hace el cine. Expresamos la duda en el texto de un realizador que nos la hacía en el Facebook una pregunta: ¿Cuales son las bases del cine asambleario? ¿En que consiste? ¿respeta la lógica necesidad de mantener cargos? a mi me encanta el cine como herramienta de lucha, pero el cine con mayusculas, el de calidad es altamente complejo y necesita de diferentes expertos en muchos campos, iluminación, sonido, actoral, lenguaje cinematográfico, músical, etc. de ahi es de donde surgen los diferentes cargos...
Le preguntamos qué era un cine con mayúsculas (porque entendíamos que suponía un cine con minúsculas) y nos respondió: cuando hablo de cine con mayúsculas o de calidad me refiero a que consiga un cierto nivel visual, estético, dramático y técnico con el fin de lanzar uno u otro mensaje ... o por simple gusto estético...
Es significativa esta dificultad porque es común en el ámbito profesional: si no lo hacemos los que sabemos de esto, si lo hacen otros que no saben (o los dejamos compartir las decisiones), pues perdemos efectividad y calidad sobre todo estética, visual, sonora. Para ser más concretos, hablamos de la calidad fotográfica de una imagen buscada por profesionales de la fotografía y la composición de cuadro. Parece asociarse lo popular asambleario (que el panadero se ponga opinar -como decía alguno-) como perjuicio de esa calidad visual. Y hablamos también de la calidad sonora, de la limpieza de la toma hecha por un profesional, de la composición de la música si la hay, del trabajo de ingeniería técnica que siempre supone una película.
Sigue diciendo el compañero: sobre el cine en minúsculas o sin calidad, es una opción pero minoritaria, dicen que "el arte es aquello que acaricia los sentidos" (que cursi XD) para "acariciarlos" o para que el espectador se muestre interesado por lo que esta viendo es necesario contar con su bagaje cultural colectivo, si no es asi sencillamente no gustará, habrá quien haga cine para si mismo o para un pequeño grupo, es una opción, pero en mi caso cuando hablo es para que se me entienda y si es posible que lo haga la mayor parte de la gente que me escucha, pues mejor, cuando me expreso a través de una cámara mi objetivo es el mismo, transmitir una idea, concepto o sensación al mayor número de personas que esten observándola, no confundamos el cine que puede ser entendido y disfrutado por muchos con el cine comercial cuyo único objetivo es la obtención de beneficios.
No cabe duda de que estamos ante argumentos comprensiblemente inmersos en el viejo modelo de producción: productor que realiza películas para llegar a grandes masas de espectadores, que para eso tiene que esforzarse en una “calidad” porque ese sello de calidad parece ser el “cautivador masivo de espectadores”.
Las dificultades narrativas ni las mencionamos porque en nuestra experiencia está más que comprobado que narraciones interesantes hay en todas las cabezas vivientes y que la riqueza de construir una narrativa en debate colectivo, es muchas veces tal que puede superar cualquiera que proceda de la subjetividad de un autor, autora o equipo de profesionales.
Pero los problemas estéticos y de realización técnica, nos parecen que son argumentos de propiedad de un saber que parecen decir, “si no lo hago yo que soy fotógrafo o cámara esto no quedará bien”. Y es claro que es así. El panadero sabe de su oficio mejor que el que no lo es. La clave está en preguntarnos al servicio de quién se pone ese saber. Y vemos que ese saber está al servicio o de un dinero de producción o de colegas profesionales que tienen una peli en la cabeza y la quieren realizar. Pero al servicio de gente cualquiera, grupos, que ni tienen el dinero ni saben los oficios ¿cuántos profesionales encontramos?
Y lo hemos repetido en diferentes ocasiones, no estamos planteando un “voluntariado militante más” que se sume al que la gente altruista hace para apoyan proyectos de colectivos, grupos o barrios que acepten o quieran contarse.
Estamos planteando la necesidad de otro modelo de funcionamiento social de la cultura donde el imaginario común encuentre plataformas y profesionales cercanos cuyas tareas estén pagadas como un oficio más, que debería ser una política de gestión pública y que debería estar al servicio de la imaginación de colectivos cercanos y ¿por qué no? de asambleas populares.
Y si tenemos esas plataformas con profesionales pagados con salarios minimamente dignos, estará claro que “la calidad” estética estará asegurada. Estará al servicio de localidades, de gente que se reúne para elaborar sus narraciones, de rodajes en espacios habituales donde la gente vive, de una ficción social que no es solamente la de los sofisticados y privilegiados sectores minoritarios y profesionales que consiguen un trozito de la torta. Si permanecemos en un modelo donde los medios de producción de la cultura son poco más que un entramado de chanchullos y amiguismos, pues, seguiremos encarcelados en ver si a titulo personal nos suena la flauta con alguna película y si nos preocupa lo social, seguir haciendo caridad cinematográfica en los tiempos libres.
Cerramos con otro texto de Badiou refiriéndose al caso español: la posibilidad de una verdad política por un lado y la perpetuación del régimen representativo por otro se produce en una suerte de teatralidad ... de una manera a la vez simultánea y separada. Es una síntesis disyuntiva de dos escenas teatrales.
Sin duda que se trata de la vieja teatralidad de la política institucional y la nueva teatralidad de movimiento asambleario que ha desbordado las plazas.
Se lo aplicamos al cine y vemos: por un lado el escenario del viejo modelo cinematográfico de exclusión permanente de la gente en la producción de su imaginario. Minoritario, vertical y que excluye incluso a muchos jóvenes que estamos conociendo, altamente preparados para la realización y con ganas enormes de trabajar pero que no encuentran ámbito de integración con el trabajo que saben. El otro escenario, el del futuro, incipiente, horizontal, presente, asambleario, donde su modelo de cine está por hacerse y donde tenemos el deber de soñar con un paradigma diferente que acompañe los nuevos procesos que se han abierto. Nosotros llevamos tiempo en el escenario del futuro. Habrá que seguir trabajando para rompernos la imaginación acorralada por las viejas formas de concebir y producir el cine. Y si se acrecientan las resistencias para un cambio de modelo, pues habrá que romperles las puertas de su vieja teatralidad a patadas. Por ahora somos propositivos probando las armas de los argumentos y la seguridad que da el trabajo en terreno. Todo está bien, todo está cambiando, las calles están ocupadas. Habrá que ir ocupando las instituciones, que también son nuestras.
El pensamiento más problemático que suelen expresarnos dice más o menos esto: si ya es tedioso llegar a acuerdos técnicos, narrativos y estéticos entre los profesionales (director, cámaras, guionistas, etc) resultaba impensable trasladar esos procesos de decisión a a niveles de asambleas populares como los que se han presenciado en España a partir del 15 de mayo.
¿Una multitud discutiendo un plano o un punto de cámara? Eso es imposible -nos replicaban-.
Esta semana leíamos la entrevista de Alain Badiou que publicara en su blog de Público Amador Fernández.
Badiou plantea algunos rasgos de lo que entiende como “una verdad política” vinculada a los nuevos estallidos populares que ocurrieron en lo que va del año, incluyendo el español, definiéndola como “el producto organizado de un acontecimiento popular masivo en el cual la intensificación, la contracción y la localización sustituyen a un objeto identitario. Con objeto identitario se refiere a “aquel al que hay que parecerse lo más posible para merecer una cierta atención por parte del Estado”. Algo así como que siempre es el Estado el que nos define en lo que somos, nos categoriza, nos da una identidad para poder realizar su gestión pública y que una “verdad política” aparece cuando emerge una masiva manifestación de personas que se sienten y se definen como otra cosa no categorizable por ese Estado (sus grupos minoritarios de gestión) y estalla, en el caso español, ese ya conocido “no nos representan”.
Aplicado al cine, parece evidente que al plantearnos un cine de naturaleza asamblearia con la gente (no realizadora) se plantea un problema sobre quién decide y quien gestiona la propiedad de las películas que ostentan a representar el imaginario social de grupos y colectividades en general.
Podríamos decir que junto al voto político, o en el voto político, hay una delegación no explícita que deja en manos de los gestores oficiales del cine y de la cultura en general la tarea de crearnos las obras del imaginario audiovisual y cinematográfico: “ahí tienen mi voto y dentro de la gestión pública que les encomendamos, pues ocúpense también del ámbito cultural y la producción de obras cinematográficas que representen nuestro imaginario”.
Cuando se plantean desde el 15-M el rechazo rotundo a este sistema de gestión público, de delegación pasiva y se le comienza a contraponer un asamblearismo ciudadano, es cuando, en palabras de Badiou, aparece una “verdad política”, un “ producto organizado de un acontecimiento popular masivo”.
Nuestros planteos hacia el cine, que quizá hasta este momento parecían encontrarse en el compartimento estanco de nuestra búsqueda como colectivo aislado, vienen a anclarse justo en este cambio cualitativo, ante la aparición de una nueva “verdad política” (acontecimiento masivo) que plantea otras formas de representarse, oponiendo, como dice Badiou, desde otra forma de presentarse. Si el parlamento es una puesta en escena de los representantes del poder que gestionan los asuntos públicos, las asambleas populares se presentan como otra impresionante puesta en escena de ciudadadanos que crean una presencia y buscan re-presentarse de otra manera para lo cual “el movimiento ha tenido que declarar la vacuidad total del fenómeno electoral (“no nos representan”) en nombre de la presentación”, dice Badiou.
Aún con lo sorpresivo que puede haber sido esta “nueva verdad política”, los desafíos que supone en el terreno político y organizativo parecen aceptarse con cierta rapidez. No parece tan fácil de asumir en el terreno de la gestión y producción cultural y ya cuando lo planteamos en el terreno cinematográfico, la primera reacción es la que estamos encontrando, que es sencillamente impensable: ¿una multitud definiendo el guión, cada puesta en escena, cada plano, cada montaje? ¿una multitud mirando los brutos? Es el fin, como llegó a decir algún colega.
Y no deja de haber una parte de verdad: el asamblearismo ciudadano es inasumible para un modelo de cine tal como lo conocemos. Solo que en lugar de volvernos conservadores de este modelo, lo lógico y pacientemente revolucionario es plantearse cambiarlo, hacerlo mutar, hacerlo crujir para que pueda asumir la nueva realidad.
Pongamos el caso utópico de que se lograra un nuevo orden social en la gestión pública bajo el influjo de esta “conciencia (y operativa) colectiva”, ¿qué pasaría si no cambiamos el modelo de producción y gestión del cine? ¿seguiríamos manteniéndolo como un reducto donde la sociedad que gestionaría los diferentes ámbitos de la vida con formas de participación ciudadana, seguiría anclada en los viejos modelos en la gestión cinematográfica? Todo bien pero, ahí no, ahí seguiríamos haciendo las cosas bajo el influjo de minorías y esquemas basados en el culto a la subjetividad individual. Todo porque los paradigmas cinematográficos, industrial y de autor, no se han desarrollado para permitir que una asamblea de gente se ponga a discutir el proceso de producción de una representación fílmica y porque los y las realizadoras tenemos que entrar en conflicto con nuestros propios métodos de producción.
La disyuntiva parece simplicarse en dos posturas: o nos volvemos conservadores (de los modelos vigentes) o nos empezamos a plantear las preguntas “revolucionarias”: ¿cómo imaginar una operativa que practicamos hasta ahora de la manera en que ya la conocemos en una realidad colectiva con funcionamiento asambleario? La decisión es política:¿ queremos que el cine se democratice hasta convertirse en un asunto donde la gente decida sobre las representaciones que surgen de ella y les representan porque nos parece socialmente justo? Sí decimos que sí, la segunda pregunta es clara: entonces ¿cómo diseñamos un modelo de cine donde cada parte de su proceso sea abierta a esa participación y apropiación ciudadana? Y esto para cualquier realizador o realizadora, son cosas muy concretas: ¿cómo hacemos el guión, cómo el montaje, como el visionado, cómo la gestión de los films, cómo hacemos su circulación, cómo gestionamos sus efectos? Etc. etc.
Otros de los miedos que nos han planteado para un cambio de paradigma es la “perdida de un cine de calidad” al democratizar las decisiones con gente que no tiene ni idea de como se hace el cine. Expresamos la duda en el texto de un realizador que nos la hacía en el Facebook una pregunta: ¿Cuales son las bases del cine asambleario? ¿En que consiste? ¿respeta la lógica necesidad de mantener cargos? a mi me encanta el cine como herramienta de lucha, pero el cine con mayusculas, el de calidad es altamente complejo y necesita de diferentes expertos en muchos campos, iluminación, sonido, actoral, lenguaje cinematográfico, músical, etc. de ahi es de donde surgen los diferentes cargos...
Le preguntamos qué era un cine con mayúsculas (porque entendíamos que suponía un cine con minúsculas) y nos respondió: cuando hablo de cine con mayúsculas o de calidad me refiero a que consiga un cierto nivel visual, estético, dramático y técnico con el fin de lanzar uno u otro mensaje ... o por simple gusto estético...
Es significativa esta dificultad porque es común en el ámbito profesional: si no lo hacemos los que sabemos de esto, si lo hacen otros que no saben (o los dejamos compartir las decisiones), pues perdemos efectividad y calidad sobre todo estética, visual, sonora. Para ser más concretos, hablamos de la calidad fotográfica de una imagen buscada por profesionales de la fotografía y la composición de cuadro. Parece asociarse lo popular asambleario (que el panadero se ponga opinar -como decía alguno-) como perjuicio de esa calidad visual. Y hablamos también de la calidad sonora, de la limpieza de la toma hecha por un profesional, de la composición de la música si la hay, del trabajo de ingeniería técnica que siempre supone una película.
Sigue diciendo el compañero: sobre el cine en minúsculas o sin calidad, es una opción pero minoritaria, dicen que "el arte es aquello que acaricia los sentidos" (que cursi XD) para "acariciarlos" o para que el espectador se muestre interesado por lo que esta viendo es necesario contar con su bagaje cultural colectivo, si no es asi sencillamente no gustará, habrá quien haga cine para si mismo o para un pequeño grupo, es una opción, pero en mi caso cuando hablo es para que se me entienda y si es posible que lo haga la mayor parte de la gente que me escucha, pues mejor, cuando me expreso a través de una cámara mi objetivo es el mismo, transmitir una idea, concepto o sensación al mayor número de personas que esten observándola, no confundamos el cine que puede ser entendido y disfrutado por muchos con el cine comercial cuyo único objetivo es la obtención de beneficios.
No cabe duda de que estamos ante argumentos comprensiblemente inmersos en el viejo modelo de producción: productor que realiza películas para llegar a grandes masas de espectadores, que para eso tiene que esforzarse en una “calidad” porque ese sello de calidad parece ser el “cautivador masivo de espectadores”.
Las dificultades narrativas ni las mencionamos porque en nuestra experiencia está más que comprobado que narraciones interesantes hay en todas las cabezas vivientes y que la riqueza de construir una narrativa en debate colectivo, es muchas veces tal que puede superar cualquiera que proceda de la subjetividad de un autor, autora o equipo de profesionales.
Pero los problemas estéticos y de realización técnica, nos parecen que son argumentos de propiedad de un saber que parecen decir, “si no lo hago yo que soy fotógrafo o cámara esto no quedará bien”. Y es claro que es así. El panadero sabe de su oficio mejor que el que no lo es. La clave está en preguntarnos al servicio de quién se pone ese saber. Y vemos que ese saber está al servicio o de un dinero de producción o de colegas profesionales que tienen una peli en la cabeza y la quieren realizar. Pero al servicio de gente cualquiera, grupos, que ni tienen el dinero ni saben los oficios ¿cuántos profesionales encontramos?
Y lo hemos repetido en diferentes ocasiones, no estamos planteando un “voluntariado militante más” que se sume al que la gente altruista hace para apoyan proyectos de colectivos, grupos o barrios que acepten o quieran contarse.
Estamos planteando la necesidad de otro modelo de funcionamiento social de la cultura donde el imaginario común encuentre plataformas y profesionales cercanos cuyas tareas estén pagadas como un oficio más, que debería ser una política de gestión pública y que debería estar al servicio de la imaginación de colectivos cercanos y ¿por qué no? de asambleas populares.
Y si tenemos esas plataformas con profesionales pagados con salarios minimamente dignos, estará claro que “la calidad” estética estará asegurada. Estará al servicio de localidades, de gente que se reúne para elaborar sus narraciones, de rodajes en espacios habituales donde la gente vive, de una ficción social que no es solamente la de los sofisticados y privilegiados sectores minoritarios y profesionales que consiguen un trozito de la torta. Si permanecemos en un modelo donde los medios de producción de la cultura son poco más que un entramado de chanchullos y amiguismos, pues, seguiremos encarcelados en ver si a titulo personal nos suena la flauta con alguna película y si nos preocupa lo social, seguir haciendo caridad cinematográfica en los tiempos libres.
Cerramos con otro texto de Badiou refiriéndose al caso español: la posibilidad de una verdad política por un lado y la perpetuación del régimen representativo por otro se produce en una suerte de teatralidad ... de una manera a la vez simultánea y separada. Es una síntesis disyuntiva de dos escenas teatrales.
Sin duda que se trata de la vieja teatralidad de la política institucional y la nueva teatralidad de movimiento asambleario que ha desbordado las plazas.
Se lo aplicamos al cine y vemos: por un lado el escenario del viejo modelo cinematográfico de exclusión permanente de la gente en la producción de su imaginario. Minoritario, vertical y que excluye incluso a muchos jóvenes que estamos conociendo, altamente preparados para la realización y con ganas enormes de trabajar pero que no encuentran ámbito de integración con el trabajo que saben. El otro escenario, el del futuro, incipiente, horizontal, presente, asambleario, donde su modelo de cine está por hacerse y donde tenemos el deber de soñar con un paradigma diferente que acompañe los nuevos procesos que se han abierto. Nosotros llevamos tiempo en el escenario del futuro. Habrá que seguir trabajando para rompernos la imaginación acorralada por las viejas formas de concebir y producir el cine. Y si se acrecientan las resistencias para un cambio de modelo, pues habrá que romperles las puertas de su vieja teatralidad a patadas. Por ahora somos propositivos probando las armas de los argumentos y la seguridad que da el trabajo en terreno. Todo está bien, todo está cambiando, las calles están ocupadas. Habrá que ir ocupando las instituciones, que también son nuestras.
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